jueves, 22 de mayo de 2014

México y Uruguay: El precio de todo y el valor de nada

Presidente de Uruguay, José Mujica. Foto: 89decibeles.com Francisco Bedolla Cancino* Para poder dedicarse a lo importante, el actual presidente de Uruguay, José Mújica, optó por donar el 90% de su sueldo (aproximadamente 160 mil pesos mensuales) a obras destinadas a mejorar las condiciones de vida de los uruguayos más pobres; prescindir de todo aquello que implique dispendios y lujos asociados a la ocupación de los altos cargos públicos, por ejemplo, eventos, banquetes, autos, choferes, celulares, dispositivos de seguridad, indumentaria, etc.; y preservar su tren de vida y de gastos en la medianía, subsanable con los veinte mil pesos mensuales que conserva de su sueldo y de su negocio de cultivo de plantas. En abierto y vergonzoso contraste con la austeridad del presidente uruguayo, los conspicuos líderes de la clase política mexicana (léase: partidocracia), estiman que la gobernabilidad del régimen descansa en la provisión a los representantes populares y altos funcionarios de la burocracia que ellos ponen (léase: diputados, senadores, ministros, magistrados, consejeros electorales, comisionados del IFAI, etc.) de sueldos y prestaciones estratosféricas. Y a este respecto, desde una estricta perspectiva republicana, la pregunta relevante es, ¿cuál de estas hipótesis prácticas, la de la austeridad o la de los altos incentivos en numerario, resulta más provechosa al desarrollo estatal y al bienestar público nacional? Frente al escándalo provocado entre sus similares y los señalamientos de ser el presidente más pobre del planeta, el presidente Mújica ha enfatizado su deber como líder político de ajustarse a la medianía en la que vive su pueblo, no sin refutar la pobreza de quienes le señalan como pobre por no entender que no son más ricos quienes menos tienen, sino los que menores dependencias tienen respecto de sus insanas necesidades. O como reza la frase de conocida canción de Facundo Cabral: “pobrecito mi patrón, piensa que el pobre soy yo”. En contraste con lo anterior, frente al escándalo provocado por el artículo de la reforma política que otorga a los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, cuyo sueldo actual ronda los 180 mil pesos mensuales, el derecho a un vitalicio y millonario “haber de marcha”, las respuestas de los diputados y senadores dejan mucho que pensar: “era un compromiso contraído desde el Pacto por México”, dicen algunos de los legisladores impulsores; otros, peor aún, se confiesan sorprendidos por no estar enterados de lo que con su voto aprobaron. Tan sintomático como ello, o más, es la defensa que hacen los propios beneficiarios del jugoso pago, bajo el argumento de poner a salvo la autonomía del órgano electoral juzgador y la independencia en el desempeño de los magistrados, habida cuenta del flagelo que les significa el impedimento legal de ejercer su profesión por dos años. En auxilio del contraste argumentativo que debe hacerse entre ambas hipótesis, cabe mencionar en el caso de la hipótesis de la austeridad, además del hecho de que la tasa de pobreza en Uruguay alcanza apenas al 10% de la población, una de las tasas más bajas en el mundo; la popularidad y el aprecio creciente de los uruguayos hacia su mandatario, situación que le permite andar confiado por las calles sin necesidad de escoltas o medidas de seguridad. En auxilio de la hipótesis de que la gobernabilidad depende de la asignación de magnos incentivos a los miembros de las elites política y burocrática, salvo el argumento teórico de que el ejercicio eficiente de las altas responsabilidades estatales reclama personal altamente especializado y bien remunerado, no hay evidencia empírica ni buenos argumentos que hagan aceptable la abismal brecha entre el nivel de ingresos de dichas elites y el nivel medio de de ingresos de la población. Peor aún, si se atiende a la eficiencia socialmente percibida en el desempeño de la alta burocracia del Tribunal Electoral, el Consejo General del INE o el IFAI, medida por los estudios de confianza institucional, es inevitable colegir que la política de remuneración dispendiosa apunta en sentido inverso al descenso en el aprecio por la eficiencia, la autonomía y la imparcialidad de los altos funcionarios. Si pese a las malas cuentas públicas que magistrados y consejeros electorales han entregado durante la última década persiste la obcecación de la clase política por tratarles salarialmente como profesionales de excepción, quizás haya que preguntarse si la alta remuneración adquiere sentido frente a la expectativa de volverlos dóciles y disciplinados a los intereses estratégicos de los contubernios entre las facciones partidistas y las grandes corporaciones empresariales rentistas. Más consistente con el hecho resulta la hipótesis de que las mega-remuneraciones a la alta burocracia se inscriben en una especie de mercado negro en el que las diversas facciones de la clase política compiten por apadrinar el pago de favores por adelantado en las cruciales decisiones que los magistrados deberán tomar en los procesos electorales intermedios y en la próxima contienda presidencial. De entre los graves problemas que dichas pautas de retribución provocan en las organizaciones se encuentra la muy evidente de la brecha que instauran entre la elite minoritaria de quienes gozan de sueldos estratosféricos y el resto de los integrantes. El punto es que cuando una organización resulta tan asimétrica en el reparto de los sueldos y en la valoración de la importancia de lo que individualmente se contribuye al logro de los fines institucionales, carece de credibilidad el discurso del involucramiento con la misión y la visión, la solidaridad y el trabajo en equipo, que los líderes deben vindicar. A estas alturas del siglo y el milenio, existe suficiente conciencia en las organizaciones acerca de que la motivación al profesionalismo no es algo que se logre principal ni exclusivamente a través del dinero, sino de la integridad ético-moral. Claro está que la carencia de integridad apoya la perspectiva cínica a la que la lealtad a los valores y los fines colectivos, como cualquier otra mercancía, se adquiere con dinero. Se trata seguramente de ese tipo de hombres retratados a la perfección por el escritor Oscar Wilde, porque “saben del precio de todo y el valor de nada”. 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