viernes, 3 de octubre de 2014
Escocia: El miedo a la libertad
- Paul carga “White Coffee” en la máquina expendedora. Luego “Black Coffee”. Me mira y pregunta si faltan madalenas, pan o leche. Había llegado desde Escocia a Dublín días antes. Flaco, pálido, con poco pelo y ojos azules, era bachero en la cafetería donde yo trabajaba en el año 2003. Sus abuelos irlandeses migraron a Glasgow a finales de los cincuenta. La madre murió cuando él nació. El padre fue empleado de una fábrica de cajas de embalaje en el barrio de Easterhouse, donde vivían. Él nunca participó en política, decía. Y enseguida aclaraba: siempre votó al Partido Laborista. Era fanático del club de futbol Celtic, en quienes depositaba toda su fe los viernes a la salida del trabajo cuando invertía el salario semanal para apostar por ellos. El padre cometió errores económicos, hipotecó la casa que había heredado y después la perdió.
Paul no pudo terminar la escuela secundaria porque, según me dijo una vez, tenía problemas de aprendizaje. Entonces, se convirtió en albañil, a fin de los 90, con el boom de la construcción y los créditos accesibles a pleno. Pero no era bueno en el oficio y lo echaron. Antes de llegar Irlanda vivía del seguro de desempleo. Cuando le pregunté por qué se había mudado, me explicó que sentía que no tenía futuro en Escocia, que nunca llegaría a comprarse una casa y que nadie lo contrataba. No es el único que migró. Más de setecientos mil lo hicieron a los restantes países de lo que hoy se conoce como el Reino Unido.
La relación conflictiva, de amor y desamor, de Paul con su país no es exclusividad suya ni de los escoceses. Pasa a la vuelta de cada esquina. Como Paul se radicó en Irlanda legalmente, no pudo sumarse a las más de cuatro millones doscientas mil personas que se anotaron para decidir si el país recupera su soberanía o se mantiene dentro de los límites políticos del Reino Unido (RU) y de su Monarquía Parlamentaria con sede en Londres, en una votación con una única pregunta: ¿Debería ser Escocia un país independiente? Si o No. Dos millones, el 55,3% votó por el “No”. Un millón seiscientos mil, el 44,7% apoyó la iniciativa independentista en una jornada con afluencia popular record del 84,59% de los que se habían anotado para sufragar. Una revolución constitucional se avecina en el UK.
El de ayer no es el primer intento escocés de finalizar los 307 años de unión política con sus tres vecinos. En las últimas décadas, hicieron tres referéndums para cuestionar la naturaleza del vínculo político. En 1979, con sólo el 63% de participación, el deseo de mayor autonomía se impuso, pero con un margen inferior al requerido por la ley y la situación no cambió. En 1997, otra consulta popular con un porcentaje de participación similar, logró más del 60% de los votos y obtuvo, al año siguiente, la sanción de una ley para construir un parlamento propio que regula algunos asuntos locales. Un año antes, la presión de la campaña proselitista logró que Inglaterra les devolviera la Piedra de Scone que había robado al reino de Escocia en 1296, y que simboliza la soberanía del país porque era usada para coronar reyes desde 847. La roca arenisca se encuentra hoy en el Castillo de Edimburgo, una imponente construcción que cuelga sobre una roca volcánica en el centro de la ciudad.
Cuando lo visitamos con Paul un lunes feriado de octubre de 2003– jugaba Argentina-Irlanda en Rugby, perdimos 15 a 16 en Adelaida– era la primera vez que él conocía el emblema que había regresado a la tierra donde nacieron sus padres. En los cincuenta, había sido robada, o recuperada, según la óptica de cada uno, por un grupo de estudiantes escoceses nacionalistas quienes esperaban sirviese para potenciar el sentido nacional. En una isla devastada por la guerra y por la aviación alemana, no tuvo el efecto esperado. En esos años la Juventud Peronista hizo lo mismo con el sable corvo de San Martín, los Tupamaros con la bandera de Artigas y el M-19 con la espada de Bolívar.REVOLUCIÓN 3.0
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