lunes, 4 de septiembre de 2017

La ciudad y el campo

Alfonso Castro
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La Balançoire, pintada por Pierre Auguste Renoir en 1876, el año mágico de Le Moulin de la Galette, será recreada por su hijo Jean en una de las más inolvidables escenas de su Une partie de campagne (1936) cuando Henriette, interpretada por Sylvia Bataille (la que fuera esposa de Georges Bataille), bajo la luz de un sol manchado, se balancea en el columpio. La partida de campo. Da igual que la lleve a su terreno, el de un dinamismo blanco. Es una escena, un filme, de los que dejan huella, al margen de su poética exquisitez técnica, por un universalismo que halla su entronque, como todos, en una forma de ser: son el campo francés, pero son el campo. Un campo refinado y burgués, un campo que es un jardín, como es o quiere ser y siempre ha transmitido Francia, un campo que contrasta con la fuerza telúrica que transmiten, como por excepción a una regla cultural hondamente impulsada desde el poder pero también asumida por el hombre francés, los lienzos primitivos de Millet, tan distintos a los coetáneos de Monet o de Corot, a los previos de Watteau o de Chardin, con aquel talento suyo “para los animales y las frutas”: un campo urbanizado, como la propia Europa así esenciada, en uno de sus rincones que más ha contribuido a definirla. ¿Qué es, si no, Versalles mas que una huida de la gran ciudad llevándosela a cuestas consigo? Justo lo contrario que El Escorial, el otro gran símbolo de esa dialéctica: la otra gran posibilidad espiritual en el amanecer de la Modernidad en el continente. Una huida que es una huida: no un salón recreativo o un pastiche deslumbrantes; un remanso de celda y no de estanque; de libros y no de espejos. Campos proustianos de Illiers-Combray. Toda Francia parece escanciarse en el jardín de Giverny, en un paisaje de Port-Villez, en aquel Argenteuil donde captase Monet la vibración atmosférica de un día de verano. Pero ¿existe algo menos rural que un campo proustiano? ¿Que estas impresiones de sol y de luz? Campos hechos regla, tilos, humanizados. El campo puede ser un jardín, pero entonces no es del todo campo. Imposición de la ciudad, que también alberga jardines, y los exporta: que hace de la ciudad campo y pugna por despojar a este de lo que lo opone a la urbe, sin desnaturalizarlo del todo. Juego de apariencias: propósito vano. Hay ahí una comparación quizás menos reduccionista que fructífera. Basta abrir cualquier página de Muñoz Rojas (en ese milagro escrito en los años 40, Las cosas del campo [1951], pero no solo) para palpar la distancia: ese sol que empapa las horas, cuando el campo azota; esos verdes hondos que serán amarillo; ese dorado llover en tierno aire. Olores como un cuerpo, tras los entornados postigos. Dios del verano, bajo las espigas, las raspas y manos. El campo sin historia, de Spengler a Rostovtzeff, frente a las ciudades, que sí han contado la historia: suhistoria. Y la han extendido. El campo español. El campo mediterráneo. El campo.
Es la cultura francesa mucho más urbana en sus raíces ontológicas y en su estética que rural en lo mismo, a diferencia de la española, donde desde Berceo hasta Lorca o Cela prevalece el campo sobre la ciudad como una suerte de impregnación salvaje. Milagros en la penumbra lluviosa y quieta de un valle, junto al Camino, en que el “arrastrapajas” cambia a sus vecinos mojones para arañar unas pocas tierras, u honduras gitanas, de luna y faca. ¿Fruto en parte del foco de atracción acaparadora de París, a diferencia de esa centrifugación de polos magnéticos de España (Toledo, Sevilla, Lisboa, Barcelona, Valencia), solo modernamente descompensada hacia Madrid? En parte puede. Pero hay pulsiones mas profundas, que ahí encajan y se potencian. Será quizás Picasso el primero de los artistas ibéricos puramente urbanos y aun hasta cierto punto, con aquella fascinación por el primitivismo africano o su deslumbramiento de niño por esa experiencia apenas ciudadana del circo y la inadaptación de sus criaturas al ecosistema cerrado de la ciudad y sus códigos preestablecidos. Su pasión por los toros, puramente española, que comparte con Goya, el otro gigante de nuestras artes contemporáneas, es como una puerta hacia un gozne por el que se cuela la presencia de lo rural y aun lo selvático en la cultura urbana española. Los rostros cetrinos en un café de Gutiérrez Solana responden a ese patrón indómito, con un mundo siempre más grande por dentro que por fuera. Un mundo: o un abismo. Basta comparar a Roldán con Mío Cid o las piezas de Molière y Rabelais, con su estética y aun su ética cortesanas, con el Quijote, donde apenas visita el caballero andante Barcelona (y aun en la segunda parte) y pasea Cervantes por la alcaná de Toledo leyendo hasta los papeles de las calles, para percibirlo, como un aire impregnatorio, en el terreno mismo de los rasgos definitorios, de las obras esenciales. Novela de campo abierto, de horizontes inmaculados. Sueños, fantasmagorías del campo, en que un molino, bajo la luz crepuscular de una tarde o de amanecida, puede ser un gigante. Vapor y nube. Los ejemplos podrían multiplicarse (y las excepciones, pero no cuantitativamente significantes). El Heptameron es un producto refinado de la cultura urbana (el castillo o la urbe cortesana) allí donde el Lazarillo dibuja un ámbito despejado, en que se cruzan caminos y posadas y las ciudades, inundadas de campo, tan solo esbozadas, apenas parecen distinguirse de los inmensos espacios abiertos que las circundan: que las abren más que cierran. Hasta la más urbana de las obras de nuestra literatura aurea, la Lozana andaluza, transcurre en Roma y no en una ciudad española. No es que no aparezcan, y de qué modo, nuestras ciudades en pinturas, poemas, relatos (bastaría perderse por Rinconete y Cortadillo y aquella Sevilla bulliciosa y alucinada): es que, hasta Moratín, hasta Larra, hasta Galdós (pero no tanto hasta Clarín), siempre parece posarse en ellas una mirada extrínseca que parece navegar desde horizontes más abiertos: más cerrados, paradójicamente, si quien los contempla no se mueve de esa perspectiva, y viaja: promesa de amor de todo horizonte. Baste cotejar al Montaigne de su torre o al La Tour de su noche con el Quevedo de la Torre de Juan Abad o el Velázquez de la luz en penumbra para intuir hasta qué punto Francia urbaniza su campo allí donde España ruraliza sus ciudades: aire que sopla frente a viento que ruge. Visiones y monstruos de la Quinta del Sordo. Un espejo que en ningún otro capítulo de nuestra historia reciente se hará más presente que en la obra de los gigantes del 98: del Azorín que recorre La Mancha al Unamuno que se abre a Las Hurdes o a Las Batuecas para encontrar el líquido espiritual de la patria. Qué distintos a Gide. Hijos de la España aún de Cervantes, incluso físicamente.
2
Es esta una dicotomía grandiosa, porque es imperecedera. Satie y Falla; Rodin y Gargallo (o Alberto); Apollinaire y Juan Ramón. Vetas cristalinas: identificatorias. Aéreas y macizas. Naturalmente, las influencias se mezclan e invaden territorios que nunca son del todo opuestos. Eterno mestizaje, no solo necesario: inevitable. La Tour es un caso paradigmático y Sorolla otro, tan lorenés uno como levantino el otro: alquímicos en sus artes, que no solo beben de un clima atmosférico y moral (cultural y espiritual a un tiempo), sino de unas influencias, con frecuencia cruzadas, y de unos polos gravitatorios, tan magnéticos como giratorios, que, en cada uno de esos dos casos, fue exactamente el contrario, hasta el punto de atribuirse durante siglos no pocos cuadros de La Tour a pintores de la escuela española o de identificar, impropiamente, a Sorolla como un pintor impresionista. Por lo demás, la dualidad desborda por supuesto a España y a Francia. Un libro célebre de nuestro Siglo de Oro, Menosprecio de corte y alabanza de aldea (1539), de fray Antonio de Guevara, Obispo de Mondoñedo, traducido enseguida al francés y al inglés y poco después al italiano y al alemán, esencia este tópico medieval en la hora de la recuperación de las ciudades, física y espiritualmente, con el Renacimiento. Extremos de un bumerán, que sin embargo tiene su centro, sea este o no topográficamente periférico: espíritu que traza sus propias geografías. Hay épocas que identifican su ethos con el campo: ninguna como la Edad Media, fruto de la ruralización del Bajo Imperio romano, la despoblación de sus ciudades, la quiebra de ese hondo circuito que unía la ciudad al campo como en un indestructible cordón umbilical, característico de la civilización de Roma desde sus orígenes mismos, cuando la civitas era sus tribus rústicas y no solo las urbanas. Apenas con Villon (qué contraste con Manrique: lo recio frente a lo podrido, lo austero frente a lo maldito, sin que quepa preferir del todo aquello a esto), ya en el siglo XV, ese mundo de caminos y goliardos vagabundos, que en cierto modo en él culmina, volverá a hacerse eco central y no episódico de la ciudad como nudo gordiano de la vida y el crimen, la muerte y los negocios: la vía por la que corre el líquido amniótico de una civilización, que parece despertar a otra cosa en este otoño de la Edad Media que Johan Huizinga supo describirnos con colores decisivos, como sus coterráneos de entonces, de Jan van Eyck a Rogier van der Weyden. (¿No será eso que aluviona en Villon, cuatro siglos después, a su modo Rimbaud, un auténtico gouliard, siempre en camino, que en su año apenas literario en París echaba de menos los ríos y las cuevas?). La ciudad, como experiencia central del hecho humano, es una transparente herencia griega, una cultura que no concedió, en su hora central e imperecedera, la más mínima atención en el arte y la historiografía al hombre del campo. No; no interesan los árboles y las plantas junto a los hombres en el diálogo socrático. Es una constante europea, como mínimo hasta Millet, al decir de John Berger, el primer pintor occidental que dirigió su mirada frontalmente hacia los campesinos: su mundo, sus tareas, sus adentros. Los que Bruegel el Viejo presenta difuminados o bebidos, en grupo o en la lejanía, a los que Berger despoja en su iluminante ensayo Millet and the peasant de toda individualidad, fijándolos en la retina solo en su aspecto comunitario, son desde luego un precedente mucho más sólido de lo que él está dispuesto a reconocer, si bien casi siempre aparecen en sus cuadros antes o después de su quehacer individual como hombres del campo (labradores, segadores, cosechadores), en el que Millet en cambio fija su atención específica, desnudamente, místicamente, de modo decidido. En la nieve o en la taberna, en sus pueblos y en sus ritos, danzando o casándose, pero no propiamente arando (¿o en cierto, extrínsecomodo sí?) con ese doloroso misticismo milletiano, o bien en grupo, en la lejanía de una perspectiva que los contempla, para el espectador, casi en un travelling cinematográfico, como en La cosecha (Los cosechadores), de 1565, o bien como símbolo hasta cierto punto aéreo, como en la Parábola del sembrador, de 1557 (o en El triunfo de la muerte, de hacia 1562, y El vino de la fiesta de San Martín, al final de su vida, ambos en El Prado), que tanto recuerda el mundo o al menos el aire de El Bosco, es, no obstante, pese a todo ello, imposible secundar a Berger en su consideración de Millet como introductor absoluto del tema agrario en la pintura occidental europea, por mucho que aporte elementos substantivamente diferenciadores en su atención cuasi obsesiva (como hacen en puridad todos los artistas verdaderos), no solo en los meandros y pausas de la vida campesina, y sea la suya una mirada sin peajes al costumbrismo (pero no al simbolismo): algo que se aprecia, de modo escalofriante, no solo pero emblemáticamente en El Ángelus (1859-1860). Óleos en tabla como La siega del heno, pintado por Bruegel de nuevo en un año crucial para él, 1565, se proponen rescatar, y rescatan, como tantos otros suyos, el mundo campesino del Norte de Europa en el siglo XVI, pero además se centran en un colectivo que cosecha, no resaltando su miseria y desolación incluso ontológica, como hará con vocación lacerante el ojo (y el alma) de Millet con sus tipos macizos, casi escultóricos, pero sí aludiendo, en una plenitud de humanidad agarradora, a su dureza fragante, en estíos dorados o en esos negros inviernos blancos de las tierras nórdicas, en la inclemencia mejor soportada comunitariamente. Esa inequívoca, profunda impregnación no se difumina por ser amplios cuadros de grupo, tomados desde horizontes con frecuencia alejados, frente a la individualidad (la incomunicación) que parece aprisionar a los campesinos de Millet.
La atracción bruegeliana será inequívoca y será inminente: modos, pero también temas. Escenas de vida campesina, íntimas o ruidosas, a fines de ese siglo y a lo largo del siglo XVII serán cultivadas, tras la división de Flandes, en los Países Bajos españoles por su hijo Pieter Bruegel el Joven, por los Teniers, por Joos van Craesbeeck e incluso hallarán cabida en el mundo desbordante de Jacob Jordaens; en las Provincias Unidas, serán la especialidad de Adriaen van Ostade, Adriaen Brouwer o Jan Miense Molenaer, entroncando con cierta veta del talento magnético y refinado de Frans Hals. Es el mundo flamenco de la quermés o Kermés (Kermesse), lleno de luz o de penumbra, casi siempre detenido en el aspecto lúdico o festivo de lo campestre, fácilmente derivando hacia la escena tabernaria o el retrato popular (tronie), al que no fueron ajenos ni el genio ni el interés de Rembrandt van Rijn, entre otros con sus campesinos itinerantes, en aceite o acuarela. Músicos ciegos con zanfonías, bebedores y danzadores múltiples, hombres humildes en bodas y tabernas o en matanzas de cerdos o pagando impuestos, recorren estas pinturas profundamente europeas.Vibra ahí, también, el corazón auténtico del hombre del campo.
3
Desde esa perspectiva que como todas es siempre una dialéctica, dos densos mundos poéticos parecen recorrer las aguas de la poesía occidental, como dos poderosas corrientes marinas. Menandro, Catulo, Juvenal, Petrarca, Baudelaire, Verlaine, Darío, Pessoa, Cavafis: paisajes de ciudad, ecosistemas urbanos, terribles o no en su confortabilidad irrenunciable: piedra, pero sobre todo sonidos. Rumor de voces; campanas. Hesíodo, Virgilio, Horacio, Juan Ruiz Arcipreste de Hita, Garcilaso, fray Luis de León, Góngora, Rimbaud, Miguel Hernández: paisaje rural, esquejes del campo, que unen al hombre con el macho cabrío, con las abejas, con el bosque: con el hombre antes del hombre. Con el mundo antes del hombre, también. Con el hombre así esenciado: hallado a sí mismo. Dos hermanos, y aun dos poemas, simbolizan ambos espacios en nuestras letras modernas –ya clásicas- quizás como ningunos otros: el primero, Manuel Machado y su(s) retrato(s); el segundo, su hermano menor y mayor, Antonio, y el suyo propio. La sed y el pozo; la capa y el huerto. El dandi andaluz (medio parisién) y el desaliñado profesor de instituto en provincias. La manzanilla que se bebe y el olmo que se toca. Líquido o más bien gas; sólido, incluso cuando lo que corre es agua. En ocasiones ambas corrientes se dan de la mano. ¿No corre el agua en el pozo del patio, no brota y da fruto el limonero también en la ciudad (sobre todo si esa ciudad es Sevilla)? Un poco se percibe en Horacio, refinado en las Sátiras saturadas de urbanitas, profundo en los epodos y los carmina, preñados con un conocimiento medular del campo italiano: de Rusón a Alfio (Sat., I, 3, 85-89; Epod., 2, 67-70); un mucho en Marcial, poeta urbanísimo, que nos ha dejado en cambio alguno de los más hermosos poemas jamás compuestos a la vida del campo (Epigr., I, 49; 107, 5-8; VII, 24; 91; X, 47; 104; XII, 18; 31; 57), donde alcanza sus cotas más altas, sobre todo a la vuelta a su Iberia natal, al terruño duro y amado, al vino en la tierra y no solo en la garganta, lejos del vértigo de la ciudad que parece tener pegada a la cama (Epigr., XII, 57, 26-27), siempre escenario la ciudad de la comedia de la vida más que de la vida misma. A veces parecen dársela, pero se trata ante todo de un ejercicio de estilo, como cuando Teócrito idealiza pastores y prados desde la confortable urbanidad helenística (Id., 2-3; 15), tan próxima a Calímaco o a Eratóstenes, adalides de la cosmópolis alejandrina, tan lejos de la fragante dureza del campo hesiódico, o cuando Ovidio recrea a ninfas y dioses, sátiros y animales mitológicos en medio del bosque como quien esculpe mármol incluso cuando se acerca a un tallo, tan urbano que identifica hombres y ciudad (Trist., IV, 8, 28): tan urbano que no considera a Tomos, a orillas del Mar Negro, ni una ciudad siquiera. (La ciudad es también una música: oídos romanos para sonidos bárbaros. Será este, en la acera griega, un hondo tema cavafiano: un Cavafis para el que apenas es parodia el campo). En ese denso espacio, la literatura romana dibuja a lo largo de su historia una larguísima estirpe textual de encomio de la agricultura, de elogio al campo, de regreso a los bosques sagrados, “acogedores y cálidos”. Nada hay más digno del hombre libre que las tareas del agro (De off., I, 42, 151; Cato, 51-60), y en ello Cicerón solo es el eco convencido de una larga estirpe de los hombres de Túsculo, de los Catones, de Cincinato, que llega a su contemporáneo Varrón y avanza luego hacia Columela, hacia Plinio, hacia Paladio: hacia Virgilio y la biblia de sus Geórgicas. Un poeta por encima de todos recrea ese mundo con la seguridad sin titubeos de quien lo hace desde la savia misma de una vida hondamente sentida: vivida. Tibulo. ¿Quizás por eso lo prefirió Quintiliano (Inst. orat., X, 1, 93), ese hacedor de cánones, a su rival Propercio, poeta de mármol, amante más de estatuas que de cepas, que recitaba sus versos al marmóreo Ovidio (Trist., IV, 10, 45 y ss.), el poeta más urbano que ha existido, deslumbrantes fuegos artificiales, deslumbrante ingenio estilístico? No es descartable. Sus elegías son, sin duda, las más hermosas composiciones que jamás se han dedicado a la vida y el sentir del hombre del campo: en ellas verdad y refinamiento se dan la mano no desde la ciudad, sino desde el campo. Es un mundo animado: a un tiempo realista y mágico. Un dios de madera se esconde en su tronco (El., I, 1, 11-12; I, 10, 15-24) y una agreste diosa se rocía con leche el cuerpo (El., I, 1, 35-36). ¿No nació Amor entre yeguas, ovejas y toros (El., II, 1, 67-68, 81-85)? Cuando ruge la tormenta que se lleva, lejano, al barco, el poeta se abraza a su amada en el lecho que comparten en la noche estrellada; afuera llueve (El., I, 1, 43-50). El afuera cercano de quien, frente al que lo perdió, mantuvo su ligamen a la tierra. “De la lluvia al rumor sea plácido el sueño” traducía encantadoramente Joaquín Casasús para las prensas mexicanas de Ignacio Escalante. Es el pequeño propietario que cultiva su campo (El., I, 1, 5-10).
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Flecha cargada de un futuro que por definición no llega, hasta que no es futuro, sino presente, a su blanco. Pero flecha lanzada, como la literatura, si es verdadera, procura siempre. Como una música de un Apolo o de un Marsias, tañida con un hueso, una tripa, una carne: un alma y un aire. Danza, música, canto, derramadas en el campo (El., II, 1, 51-80). Baco y Príapo, deidades campestres. Hasta que se vuelve un pasado más, pero engarzado al hoy por una necesidad que no es solo recuerdo. Mundos conectados, unidos, prensados. El mundo, vital y literario, al que puso y en el que halló su voz Tibulo. Ese volver pausado del labrador sin tropiezo de la ciudad por la tarde al campo (El., I, 7, 61-62). Es el hilo de la vida, en un atisbo mediterráneo. El que conduce, en un pasar de siglos que pasan más lentos en el campo, al mundo secreto de Juan Fernández el Labrador, cuya resistencia a vivir en la ciudad (y su empeño en firmarse así) se hizo legendaria en la década de 1630, acudiendo solo a Madrid -y desapareciendo en el campo el resto del año- en alguna fecha señalada, como Semana Santa, a vender sus frutos (sus cuadros), como un tributo metafórico a su arte delicado, donde una espiritualidad casi mística dota de un realismo sobrecogedor a sus uvas carnales, insomnes y jugosas, preñadas de zumo, a la vez táctiles y vaporosas, suspendidas en el aire de los sarmientos, en un conjunto exquisito que delata al profundo observador de los hechos y brotes del campo e incorpora, en unas pocas piezas, las naturalezas muertas más deslumbrantes del arte europeo. Tan “muertas” que están vivas. Una teología hecha de la observación más depurada. Campo de espaldas a la ciudad, pero solo a medias: para salvaguardarse, pero punto de encuentro, a la postre; de intercambio. Puertas del campo. Extremos de un lazo, a veces roto; reconstruible por necesidades del quehacer humano. Reconstruido, en momentos, también, en que la civilización pugna por encontrar una fisura por la que hallar mejor al hombre en sí mismo.
Como un viejo poeta romano, el más nuevo de los poetas, el que menos debía a Grecia y Roma, Walt Whitman, supo unir ciudad y campo ya desde el propio título de su obra. Hojas de hierba brotando de las calles, como la gente o los periódicos, pero también del río que desagua en el mar y que atraviesa extasiado en “the Brooklyn Ferry”; del campo inmenso de una nación expandida, de naturaleza asombrosa, que tiende caminos de hierro sobre las vastedades grandiosas. El país de Thoreau, del Walden, de Concord. Poeta urbano, se sirve de un símbolo más propio del campo para llamar a su obra: hierba; hojas. De la pradera, pero también de la imprenta. Hojas desgranándose como hierba desde la ciudad a la ciudad y al campo durante treinta y seis años (la edad de Byron): 1855; 1856; 1860; 1867; 1871; 1876; 1881; 1888; 1891. Claro que en la década del 50 del siglo XIX el campo estaba todavía en la ciudad, como señala perspicazmente su biógrafo Jerome Loving. (¿No hablaba Marcial en el siglo I de la inolvidable vista panorámica de la ciudad desde el Janículo, cantada en Epigr., IV, 64, en la que se divisa, pero no se oye el carro: gestator patet essedo tacente?). Ello es más obvio desde luego en el Nueva York o el Long Island natales de Whitman que en el París de un Baudelaire dos años más joven, al que repugna hasta el tuétano todo lo que no es urbano. (La historia se repite, aunque dos mil años antes es mucho más obvia esa hibridación en Horacio que en Catulo). “Después de todo, no solo crear” había escrito Whitman. Hay también que vivir y esa vida, hecha de vida y no solo de libros, supura en una obra impregnada con la honda vitalidad de la naturaleza. Poeta en extremo nuevo, su lección llega directa hasta nosotros, hombres de ciudades inhóspitas y acogedoras, a las que hay que volver una y otra vez, pero de las que hay que escapar, una y otra vez también. Cordón umbilical nunca necesitado como hoy y jamás más posible que ahora, es el poeta de la nación que crea las ciudades modernas quien nos deja la mejor lección para este ecosistema alquimiado, que solo consiguieron hacer triunfar, con otras dimensiones y otros medios espirituales y productivos, los romanos. Ese ir y venir del que hablaba el Joven Plinio (Epist., III, 19, 4), “ese cambio de lugar y de aire”. Nunca ha sido menos hostil que hoy el campo; nunca menos aisladas sus poblaciones; nunca menos insoportablemente solitarios sus montes y sus agros. Nunca ha sido más solución; nunca más bálsamo.
Quizás sea porque hay algo hondamente rural, agrario hasta el tuétano en nosotros, algo que salta cuando pisamos un césped puro o nos cobijamos bajo un árbol; cuando oímos el rumor del agua; cuando sentimos caer la lluvia y volver más pesado el aire y más ligera la tierra. Algo que nos devuelve a lo que fuimos y por tanto somos: ser de antes, el único que puede ser mañana desde cualquier presente, punto entre el todo que fue y la nada hoy de lo que será.
Algún día.

Alfonso Castro es Catedrático de Derecho romano
de la Universidad de Sevilla

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