domingo, 18 de mayo de 2014

Resultados del progreso científico

JULIO HUBARD/ DOMINICAL MILENIO Ciudad de México A lo largo de las décadas, México ha ido acumulando simultáneamente dos cosas contradictorias: una veneración extraña por la Constitución y un universo de procesos y trámites tortuosos que no hacen sino engordar y entorpecer las instituciones. Así está casi todo lo que tiene que ver con el Estado. Y, como los mexicanos veneran su Constitución (casi siempre sin haberla siquiera hojeado), juzgan que el país funciona mal porque el gobierno está repleto de gente inútil y corrupta. Con ello, aciertan, pero se equivocan. En efecto, el gobierno ha estado siempre lleno de impericia y delincuencia, pero esa es apenas la mitad del asunto. Es necesario añadir la otra parte: la estructura jurídica que da origen a las instituciones es igualmente torpe e inoperante. A nadie se le esconde que un país con educación insuficiente está tullido hacia el futuro. Tampoco es misterio la carga absurda de un sindicato gigantesco y corrupto. Pero nuestro problema educativo inicia antes, con el mismísimo artículo tercero constitucional. Nos hemos cansado de escuchar su loa. Es el artículo más delirante de la Constitución. No solo promete imposibles sino que, encima, contiene la definición de lo que entiende México por democracia —o, mejor: lo que no entiende. Dice este artículo: “II. El criterio que orientará a esa educación se basará en los resultados del progreso científico, luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios”. “Resultados del progreso científico”. Es una buena intención ingenua, del siglo XIX, en el mejor de los casos. Pero ¿no era Galton, en su día, un científico de lo más progresista? Desde luego, la eugenesia no fue una imposición moral: era científica. Y, más aún, confirmada por la craneometría de Paul Broca ¿No demostraron varios científicos que había razas superiores? Era dato científico. ¿No fue validado Lysenko por la altísima academia de ciencias de la URSS? Hasta aquí, ¿cuántos cadáveres llevamos, por segregación y hambre? ¿Seguimos? Digo que no es necesario, pese a esa otra forma de la ingenuidad positivista, que dice que los errores se deben a que el conocimiento estaba incompleto, pero que habrá de llegar el día en que se complete. Desde luego, ese será el día en que algún nuevo ingenuo logre confundir cerebro y mente. Más allá del perrito de Pavlov y de las pobres ratitas de Skinner, esta superstición ciencioide es un potente motor del crimen, y nada más. Se trata de un muy simple y muy elemental error de campo lógico. Es la falacia naturalista, un error que consiste en deducir una conclusión de valor a partir de premisas descriptivas. Es, para volver a nuestra constitución: una ignorancia de graves efectos, una servidumbre, un fanatismo y un prejuicio. La constitución yergue en ley precisamente los errores que quisiera combatir. De la ciencia sale conocimiento. No sale moral, ni ética. Mucho menos, política. Al fin, el positivismo acaba vejando ambos lados del saber. Y de modo retorcido, porque, no contento con convertir el conocimiento en conocimiento instrumental, después lo erige como fin en sí mismo. Es decir, convierte el instrumento en el fin.

No hay comentarios:

Publicar un comentario