martes, 15 de diciembre de 2015
Buscan a sus hijas entre sexoservidoras y clientes… en Chiapas
PROCESO ARRIAGA, Chis. Desde adentro de un cuarto sin adornos un vozarrón de mujer retumba por la vecindad prohibida: “¿Por qué buscan aquí? ¡Búsquenlas en Guatemala, en Escuintla, en Barillas, en Huehuetenango, en Quiché! Ahí hay muchas, ahí las tienen retenidas, ¡ahí les pegan y tienen muchas indígenas!”
La autora del grito de furia –ojos delineados, pelo mojado y toalla rosa como único vestido— se defendía de la improvisada visita de mujeres de la Caravana de Madres Migrantes y, con insultos, de los fotógrafos que las acompañan por invadir a flashazos una vecindad donde mandan ellas, las sexoservidoras de Arriaga.
Cuando se aseguró de la lejanía de las cámaras, desde el umbral de la puerta de su cuarto con cupo para una silla y una cama, atendió a las madres uniformadas con camiseta y gorra blanca, y escudriñó las fotografías que llevaban colgadas sobre el pecho, a manera de cartel, así como una baraja de imágenes que le enseñaban.
Eran fotos de mujeres migrantes desaparecidas en su paso por México. Las que llevaban sobre el cuerpo eran las de sus propias hijas, el resto eran de otras muchas madres de Honduras, Guatemala, Nicaragua y El Salvador que no pudieron sumarse a la caravana, pero las enviaron para ser exhibidas en los sitios donde los migrantes son succionados y dejan de reportarse a casa. En cárceles donde pudieran estar bajo nombres falsos o no llamar a casa por vergüenza; en burdeles o lugares de trata sexual donde pudieran estar retenidas bajo amenazas; en morgues o fosas comunes donde no hubo voluntad para identificarlos; o en casas o rancherías donde se obliga al trabajo esclavo.
La mujer-vozarrón estudió con la mirada una de las fotografías y afirmó: “¡A ella la conozco, es la Yesi!”.
Las mamás se le acercaron con el manojo de sentimientos que causa la incertidumbre de desconocer el paradero del ser querido –entre la sorpresa, la incredulidad y la esperanza–, y la repetida experiencia de los falsos informantes.
“Yo le vendía comida, diario la miraba desde hace dos años en El Hoyo, en Guatemala; es hondureña, no se siente como si estuviera secuestrada; tiene un niño en Honduras que se lo están cuidando. La conozco”, afirmó la mujer.
¿Desde cuándo está ahí? ¿Dónde es el Hoyo? ¿Cómo hacer contacto con ella? ¿Cómo luce ahora? ¿Cuándo la viste por última vez? ¿Cómo se llama allá? Todas las preguntas posibles.
“Yo voy cada mes a Huehuetenango a traer preservativo barato. No les miento, hace unos días pregunté por ella”, explicó la interrogada.
El lugar donde surgió la pista posible es la llamada “zona de tolerancia” de Arriaga, delimitada a esa vecindad con una veintena de cuartos, a unos pasos de la vía del tren, donde los migrantes buscaban compañía femenina hasta el año pasado, cuando Enrique Peña Nieto lanzó un programa que impide a los migrantes viajar en el lomo de los trenes e hizo que se desplomara la economía regional.
Algunos cuartos están cerrados. Otros abiertos. Cada sexoservidora paga 100 pesos al día de renta por el espacio sin ventana y sin baño que tiene como único mueble una base de resorte (cada inquilina debe llevar su colchón y sus adornos). Todas aseguraron que sólo pagan renta, que están por voluntad propia, que no hay menores de edad y que no pagan cuota por cliente.
Afuera de las habitaciones abiertas distintos grupos de madres caravaneras preguntaban por sus hijas o las hijas de sus compañeras de dolor.
Una joven centroamericana que se estrenaba en el negocio del sexo preguntó a las madres: “¿Allá en Cintalapa no han ido? ¿Y en Comitán? Es zona muy grande, puras mujeres, allá hay así como 100”.
Y comenzó a recitar una docena de lugares en Chiapas donde las mujeres se dedican al negocio, por voluntad propia, o a la fuerza.
En la entrada de la vecindad, el jornalero agrícola que pasó a mirar a las muchachas, Arturo Salinas Salinas (alcohólico, según su propia descripción), reaccionó a la fotografía que le mostraba una madre de su hijo. El aseguró:
–Este hace como dos meses me vende trago.
–¿Tiene ese nombre?—preguntó la madre
–No. Tiene otro que no me acuerdo —dijo él.
–¿Dónde?
–No me acuerdo.
Luego balbuceó varios nombres de cantinas hasta que un funcionario de gobierno que acompañaba a las madres le reclamó:
–¿No estás tomado? ¿Tienes bien la información o estás tomado?
El hombre, que había asegurado a varias madres que conocía a sus hijos, ya no quiso dar más datos. Después, con un tono melancólico, agregó que él también quiere denunciar la desaparición de una tía, Julia, en Chahuites, Oaxaca, en las vías. Pero ya nadie lo escuchó.
Las madres de migrantes pasaron por Tabasco, Veracruz, Puebla, Distrito Federal, Oaxaca y Chiapas mostrando las fotografías, aportando datos a toda persona que le solicita información, y escuchando todo tipo de conclusiones de quienes dicen haber visto a alguno de los retratados. La última vez que escucharon un rumor fue la noche del lunes en la Plaza de Tapachula, donde tres hombres se acercaron a una madre salvadoreña y le dijeron que habían visto en Tuxtla Gutiérrez a alguien igual que su hijo que ya no se llama Mauro Funes, ahora se llama “Mike”.
Esa es una pista más a investigar en este laberinto repleto de puertas falsas que recorren, muchas veces durante años, las familias que buscan a hijos o hijas desaparecidos.
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