viernes, 20 de noviembre de 2015

Si Franco levantara la cabeza...

LA CRÓNICA Aniversario. Hace 40 años murió el dictador español, que creyó haber dejado todo “atado y bien atado”, tras 40 años de dictadura. Pero lo traicionaron y, si resucitara, volvería corriendo a su tumba, al comprobar que el país no es ni la sombra del que construyó. Sólo resiste un puñado de “nostálgicos”, la faraónica cruz que se mandó construir y la vergüenza de las fosas comunes.
El 20 de noviembre de 1975 murió Francisco Franco después de una larguísima agonía y entubado hasta la obscenidad en una camilla de hospital, como si los doctores que lo atendieron fuesen en realidad médicos antifranquistas, conscientes de que una dolorosa transición a la muerte es capaz de borrar en el moribundo el recuerdo de pasadas glorias. Pero, si esto fuera cierto, la amargura del “generalísimo” no sería comparable a la rabia e impotencia que sentiría si resucitara y su fantasma presenciara la traición del rey Juan Carlos I, al que nombró sucesor, y el entusiasmo de los españoles en contribuir a derribar su régimen nacional-católico, al que dedicó 40 años de su vida y que creyó eterno. Cien años de perdón. Atado y bien atado. Así veía Franco, poco antes de morir, al posfranquismo. Creyó que la dictadura iba a sobrevivir bajo la batuta de su “domesticado” príncipe Juanito, al que arrebató a su padre para adoctrinarlo casi desde adolescente en la ideología franquista. Para no dejar ningún cabo suelto, en su testamento pidió al Ejército lealtad absoluta a su sucesor. Estaba convencido de que el futuro rey Juan Carlos I iba a garantizar la continuidad de una España anticomunista, beata, enemiga de la democracia y orgullosamente sola en el mundo, apartada de las corrompidas democracias de Europa occidental y menospreciada por “hijos de la Madre Patria”, como México. Fue el mayor error de su vida: entregó la llave para cerrar a España al joven monarca, y este lo primero que hizo fue abrir la puerta a la democracia española, la misma que empezó a gestarse tal día como hoy hace 40 años, con la muerte de Franco. En cuanto fue coronado rey de España, Juan Carlos I puso en marcha su plan secreto para traicionar a quien le dio todo el poder. No debió pesarle mucho al joven monarca. Si ladrón que roba a ladrón, tiene cien años de perdón, por qué no aplicar el refrán al traidor que traiciona a traidor. A fin de cuentas, el dictador también traicionó al presidente de la República, Manuel Azaña, quien, siendo general juró lealtad, pero al que asestó un golpe de Estado el 17 de julio de 1936, dando así comienzo a la sangrienta guerra civil española. El Kennedy ibérico. Juan Carlos I se dejó guiar por su intuición para poner al frente del país a un político de su edad con currículum franquista, pero secretamente demócrata. La elección de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno fue providencial, porque ese joven ex ministro franquista, tan apuesto como astuto y carismático (una especie de Kennedy ibérico), logró la proeza de persuadir a los políticos demócratas clandestinos para que no provocasen a los militares con disturbios en la calle exigiendo democracia, y al mismo tiempo logró engañar a los diputados franquistas para que votasen, casi sin que se dieran cuenta de lo que hacían, la Ley para la Reforma Política, una “ruptura pactada” que finiquitaba las leyes franquistas y legalizaba los partidos, incluido el comunista, como le pidió personalmente el rey para que fuese una democracia creible en el mundo. Un año después de la muerte del dictador, muchos de aquellos miles de españoles que lloraron y se inclinaron ante su ataúd votaron entusiasmados en referéndum la muerte del franquismo y la llegada de la democracia. El 15 de junio de 1977 se celebraron en España las primeras elecciones democráticas en casi medio siglo, y Suarez, como premio por su hazaña, fue elegido presidente. Una mancha en la Transición. Fue tan grande el anhelo de democracia y tan grande el miedo a que ese sueño se convirtiese en pesadilla que ni el rey, ni Suarez, ni el socialista Felipe González, ni siquiera el líder comunista y ex combatiente republicano, Santiago Carrillo, se opusieron al chantaje de esos diputados de las Cortes franquistas, muchos de ellos antiguos combatientes en la guerra civil, que exigieron una Ley de Amnistía a cambio de aprobar la Ley para la Reforma Política. Los pactos de la Moncloa. Ese mismo espíritu de concertación política, que dejó en la impunidad el castigo a los crímenes cometidos durante el franquismo, fue el causante de lo que se pasó a conocer como el “milagro español”. La muerte de Franco coincidió con la crisis del petróleo de 1975, que hundió la frágil economía ibérica, dependiente en su totalidad de las importaciones de petróleo. Para evitar un estallido social, que podría haber sido aprovechado por militares “nostálgicos” para restaurar el franquismo en España, Suárez convocó a todos los líderes políticos para consensuar un plan de choque para reducir la inflación y el déficit, a cambio de mejoras laborales y sociales, como la despenalización del adulterio o de los anticonceptivos. El conocido como “Pacto de la Moncloa” tuvo éxito y sirvió no sólo para que se estabilizara y despegara la economía, sino para acelerar la modernización del país. Como el vapor contenido durante mucho tiempo en una olla de presión, la sociedad española se secularizó en un tiempo vertiginoso y produjo desde fenómenos culturales como la Movida Madrileña o el “destape” en el cine, a leyes impensables en el franquismo, como el divorcio o algo tan simple como que la mujer no tuviese que pedir permiso al marido para abrir una cuenta bancaria. “Quieto todo el mundo”. Tanto “libertinaje” no podía ser tolerado por la menguante, pero aún poderosa en 1982, minoría franquista. El 23 de febrero de ese año, un comando de militares liderado por el teniente coronel Antonio Tejero, secuestro al gobierno y a los diputados reunidos en el Congreso. Esa fue la noche más negra de la España moderna, cuando el fantasma Franco esperó a que Juan Carlos I se pusiera de parte de los golpistas. Pero no lo hizo: ordenó en cadena nacional a los insurrectos que se rindieran y así hicieron, siguiendo la orden que les dio Franco de obedecer siempre al rey. Ese día murió el franquismo y diez meses después culminó la Transición, con la llegada al poder del socialista Felipe González. A partir de entonces se impuso la normalidad democrática y la alternancia en el poder. La izquierda cedió el gobierno a la derecha de José María Aznar, y éste lo cedió de nuevo al PSOE, de la mano de José Luis Rodríguez Zapatero, y éste al actual gobernante, Mariano Rajoy, del PP. En estas cuatro décadas, la fuerza de la democracia logró derrotar al terrorismo de ETA, pero no logró extirpar el cáncer de la corrupción, ni las tensiones separatistas, luego del de- safío soberanista del gobierno catalán y sus aliados. Pero si Franco es visto por las nuevas generaciones de españoles como un personaje más de la historia, tan lejano como Felipe II, y el franquismo resiste apenas en la gigantesca cruz del Valle de los Caídos, que se mando construir el dictador a modo de panteón, aún persiste la injusticia de las cientos de fosas comunes, donde fueron enterrados miles de antifranquistas, como el poeta García Lorca. Baltasar Garzón el mismo que se hizo mundialmente célebre cuando logró arrestar a Pionchet en Londres, fue despojado por sus compañeros de la toga de juez por haberse atrevido a investigar los crímenes del franquismo y haber intentado violar la Ley de Amnistía, aún vigente. La corrupción, el separatismo catalán y los crímenes franquistas en la impunidad, son las manchas que ensucian una historia de éxito. Pero no necesariamente tienen que ser manchas indelebles: si los españoles pudieron derribar una dictadura, podrán, si se lo proponen, borrar estas tres manchas.

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