jueves, 1 de mayo de 2014
Trabajo neoliberal: entre la explotación velada y la esclavitud moderna
Ricardo Bernal.
La crisis productiva de la segunda mitad de los años 70 llevó a las empresas capitalistas a iniciar una reorganización profunda en su interior. Con el fin de superar las limitaciones de los modelos productivos precedentes, a los que se les atribuía el origen de la crisis, las empresas incorporaron nuevas tecnologías, modificaron el esquema de organización laboral (dejando atrás el sistema taylorista para implementar lo que se ha dado en llamar modelo toyotista), comenzaron un proceso de flexibilización del trabajo y, finalmente, colocaron un marcado acento en la calificación de la mano de obra.
En términos concretos las innovaciones de esta reorganización empresarial podrían resumirse en los siguientes puntos: a contrapelo de los trabajadores fabriles que se especializaban en una sola dimensión del trabajo, las nuevas empresas apostaron por la polivalencia de funciones, la movilidad interna y la recalificación constante de los empleados además de enfatizar la necesidad del trabajo en equipo, con lo cual se alejaban del fordismo-taylorismo asentado en la maximización del trabajo a partir de la especialización individual y aislada de las funciones laborales; a estos elementos se añadió una cultura de la participación del empleado con el fin de que éste sintiera la empresa como una “familia”.
Estos factores permitieron incrementar la jornada laboral en función de las necesidades de la producción, incluso cuando esto implicara laborar en días de descanso ya que, en el fondo, se esperaba que el empleado comprendiera las necesidades de la empresa como necesidades de su propia familia. Además la presión interna en el equipo de trabajo, así como la competencia con otros equipos al interior de la empresa, funciona como otro aliciente para prolongar la jornada laboral sin la exigencia del pago de horas extras.
Semejante paquete de modificaciones tuvo su auge en la década de 1980 y preparó el camino para la revolución laboral que la subcontratación trajo consigo en los 90s. A las transformaciones destinadas a modificar la organización interna, se sumó la necesidad de “encadenar” empresas entre sí con la finalidad de obtener “valor agregado” a partir de la contratación externa de servicios, los cuales podían ir desde el diseño o la contabilidad, hasta al vigilancia y la limpieza.
En un principio la subcontratación estaba destinada a incorporar valor agregado contratando una segunda empresa especializada en un servicio que, como tal, le era ajeno a la primera. Sin embargo, el también llamado out-sourcing no tardó mucho tiempo en transformarse en una tendencia general, en pocos años las empresas comenzaron a subcontratar personal incluso para llevar a cabo actividades que les eran esenciales.
Esta tendencia se explica por varios motivos. Algunos de ellos están ligados a la necesidad empresaria de reducir procesos innecesarios y desplazarlos a terceros con el fin de ahorrar costos, otros a genuinas necesidades de especialización de los productos y otros más a la eficacia y la rentabilidad que estas prácticas traen consigo.
Pero vistos desde el punto de vista del empleado, y no ya de la empresa, los resultados de la subcontratación son asimétricos cuando se trata de comparar sus consecuencias entre el primer mundo y el así llamado tercer mundo. En efecto, los especialistas coinciden que en los países subdesarrollados los beneficios empresariales de la subcontratación están fundados en un proceso de desprotección del trabajador y precarización laboral.
En última instancia, la subcontratación ha servido para ahorrar costos, pero no a través de la reducción de procesos innecesarios, sino mediante la disminución del capital variable (salarios) y el desentendimiento de los impuestos destinados a la seguridad social.
Así, la reorganización de la cultura empresarial y la normalización de la subcontratación laboral fueron dos caras de un mismo proceso destinado a revigorizar la acumulación de capital para salir del atolladero de la crisis económica de los 70.
Para lograrlo, sin embargo, se requería atacar por dos frentes las conquistas centenarias del trabajo asalariado: por un lado era necesario generar un aumento de productividad sin tener que subir los salarios, incrementar la nómina o extender la jornada laboral más allá de las ocho horas que la ley estipulaba, atendiendo a esta demanda echó mano de un modelo laboral como el toyotista, el cual permitía incrementar la producción de manera sistemática y, con ella, la extracción de plustrabajo sin aumentar los costos del capital variable (precisamente a esto es a lo que Marx llamaba plusvalía relativa); por otro lado, era necesario desmontar las conquistas en términos de derecho laborales obtenidas por el movimiento obrero pues se presentaban como obstáculos para la acumulación de capital, para lo cual resultó sumamente útil el modelo de subcontratación.
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