viernes, 2 de mayo de 2014
Cuando el gobierno es enemigo de trabajadores e indígenas
Catherine Wilson.
Manifestación | Crédito: Antonio Berni
La violencia del Estado contra la disidencia política es cotidiana en ciudades como El Cairo, Bangkok y Kiev, donde la policía reprime a la ciudadanía a la que debería proteger. Pero en algunos países en desarrollo, las fuerzas del orden atacan también a la oposición indígena a la extracción de recursos naturales que impulsan los gobiernos en alianza con empresas privadas.
Pueblos indígenas de todo el mundo padecen el despojo de sus tierras ante el avance de la industria extractiva. Cuando fracasan las vías regulares para resolver las discrepancias con las autoridades, los activistas se enfrentan al uso desproporcionado de la fuerza, la detención ilegal y la penalización de sus líderes.
Mientras, los autores de la violencia de Estado gozan, invariablemente, de impunidad.
Mandeep Tiwana, de la Alianza Mundial para la Participación Ciudadana CIVICUS, una organización con sede en Johannesburgo, dijo a IPS que la víctima final es la confianza de la gente en el gobierno representativo.
“El incumplimiento por parte del Estado al no pedirle cuentas a las fuerzas de seguridad y otras entidades estatales y no estatales poderosas por la violación de las libertades democráticas y el derecho a la expresión de la disidencia legítima socava la democracia severamente”, afirmó.
La policía sudafricana mató a 34 mineros en huelga en 2012, en un tiroteo desatado en la mina de platino de la empresa británica Lonmin, en la localidad sudafricana de Marikana. Son muchos los que ven el caso como un punto de inflexión en el estado actual de la brutalidad estatal y empresarial.
Ese mismo año las fuerzas públicas de Panamá utilizaron balas de goma y gases lacrimógenos contra indígenas ngäbe y buglés que se manifestaban contra la minería del cobre en sus territorios, con el saldo de tres muertes.
En mayo de 2012, la policía de Perú mató a dos de los manifestantes que protestaban contra el daño ambiental y la falta de beneficios de la mina de cobre Tintaya, en la austral provincia de Espinar y propiedad de la empresa suiza Xstrata.
El Día Internacional de los Trabajadores este 1 de mayo es un recordatorio de la opresión que sufren indígenas y trabajadores de todo el mundo.
En la región del Pacífico, la extracción de minerales y gas, dominada por empresas trasnacionales, es protegida por escuadrones policiales móviles. Esto es común en Papúa Nueva Guinea, donde el 28 por ciento de la población vive por debajo del umbral de la pobreza.
En los últimos años la policía desalojó con violencia a los pobladores próximos a la mina de oro Porgera, en la provincia de Enga, propiedad mayoritaria de la empresa canadiense Barrick Gold, y mató a un trabajador contrario al proyecto de gas natural licuado en las tierras altas, conocido como PNG LNG.
La protesta suele ser el último recurso de quienes tienen menos influencia sociopolítica.
En Sudáfrica “aumentaron las huelgas y protestas del suministro de servicios, muchas en las comunidades mineras impactadas”, destacó a IPS el miembro de la Fundación Bench Marks, David van Wyk. Cuando las autoridades no tienen en cuenta las quejas, los problemas se dejan a la policía, “lo cual produce el incremento de la brutalidad policial”, agregó.
La violencia de Estado refleja el papel fundamental que desempeñan los recursos naturales en el poder nacional, geopolítico y militar. Muchos países, entre ellos Papúa Nueva Guinea, Guatemala y Nigeria defienden su derecho soberano a los minerales del subsuelo, lo que puede perjudicar el derecho de los pueblos indígenas a sus territorios ancestrales.
Pero con la represión de las protestas, los países en desarrollo también actúan a favor de los intereses neoliberales de los grupos transnacionales y los grupos de interés externos. En la localidad sudafricana de Marikana, la violencia estatal en nombre de la seguridad permitió que la mina Lonmin permaneciera ajena a la responsabilidad directa en la violación de derechos humanos.
En Nigeria 50 años de explotación petrolera en el Delta del Níger, por empresas como Shell y Chevron Texaco en alianza con el Estado, enriquecieron a las élites extranjeras y locales. El petróleo generó más de 350.000 millones de dólares en ingresos para el Estado, mientras 69 por ciento de los habitantes ogonis e ijaws viven en la pobreza.
Las enormes rentas percibidas por el Estado nigeriano aseguraron la dotación de recursos de la Fuerza Especial Conjunta Militar, dedicada a resguardar las instalaciones petroleras y a sofocar a las comunidades alienadas por la marginación.
Escuadrones móviles de la policía de Papúa Nueva Guinea son financiados desde hace décadas por el gobierno australiano, que tiene participaciones en proyectos extractivos, como la empresa conjunta de Exxon Mobil PNG LNG.
Kristian Lasslett, de la organización International State Crime Initiative (Iniciativa Internacional contra los Crímenes de Estado), con sede en Londres, señala que la unión de la oposición local representa una amenaza para la alianza público-privada en Papúa Nueva Guinea.
“Acabaría con la estructura de oportunidades aprovechada por un sector de los inversionistas extranjeros que ignoran las leyes nacionales y las costumbres locales, y sería un golpe para los empresarios nacionales que realizaron con eficacia apropiaciones ilegales de tierras y corruptas transacciones de recursos”, expresó.
Las empresas Barrick Gold y Esso Highlands tienen contratos para prestar apoyo a las unidades policiales con vehículos, alojamiento, alimentos y combustible. Las cláusulas que indican que el apoyo está condicionado a que los organismos estatales cumplan con normas internacionales de conducta rara vez se aplican.
Lasslett sostiene que las comañías “adoptan la política de ‘nada oigo, nada veo’ cuando se trata de la violencia de Estado”.
En la era posterior a la caída de las torres gemelas en Nueva York, en 2001, también se reforzaron las medidas antiterroristas para lidiar con las protestas.
El gobierno de Guatemala utilizó la amenaza del terrorismo para declarar el estado de sitio en mayo de 2013 tras las manifestaciones contrarias a la mina de plata Escobal, en el sureste del país. Esto allanó el camino para la suspensión de las libertades civiles y la introducción de la ley marcial.
La justicia para los sectores marginados es un reto enorme en una época de creciente poder ilegítimo, como se describe en el informe Estado del poder, del Transnational Institute (TNI), de este año. El documento afirma que la influencia empresarial sobre los gobiernos es uno de los motivos de que el Estado no rinda cuentas sobre sus acciones frente a los gobernados, incluso en los países democráticos.
“Las corporaciones, a través de los acuerdos comerciales y de inversión, el cabildeo y la captura empresarial de las instituciones políticas también han tejido una red de impunidad que protege sus ganancias y su responsabilidad en materia de derechos humanos y abusos contra el medio ambiente”, dijo a IPS la investigadora del TNI Lyda Fernanda.
Muchos estados donde se produce la opresión no cumplen con los códigos internacionales de conducta policial ni con su deber de proteger los derechos humanos de los ciudadanos. Según Tiwana, el derecho internacional debe contar con el respaldo de la legislación nacional y de organizaciones independientes de derechos humanos y comisiones de responsabilidad de la policía.
“La ley favorece a quienes tienen grandes reservas de dinero y a quienes tienen la capacidad y los contactos para respaldar sus afirmaciones con las formas de evidencia que las cortes acepten”, comentó Lasslett. “Esto no quiere decir que las comunidades no puedan ganar en los tribunales, pero no es un terreno en el que tengan ventajas”, añadió.
Lasslett cree que cuando la impunidad se apoya en la corrupción y en procedimientos inadecuados de denuncias contra la policía, la forma más eficaz de defensa de los derechos son los movimientos sociales fuertes.
Los pueblos indígenas, “el arma más poderosa que tienen es su propia historia, cultura y costumbres”, aseguró.
Fuente: Rebelión
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