martes, 4 de julio de 2017
La vida sin Nietzsche sería un error
Dr. Carlos Bardavío Antón
Universidad de Sevilla
¿Por qué la vida sin Nietzsche sería un error? Tenía sólo dieciséis años y entró de repente su filosofía en todo mi ser. Apenas había leído algunos pocos libros obligatorios en el colegio y en el instituto; se podría decir que no me gustaba leer. Ahora, veinte años después de mi primer contacto con la filosofía de Nietzsche, puedo afirmar sin equivocarme que gran parte lo que soy se lo debo a él. Pero, ¿por qué su filosofía me ha influido a mí y a tantos otros a lo largo de la historia reciente? ¿Acaso no habrá algo de verdad en su pensamiento?
En la actualidad, se dice que Nietzsche es un filósofo para estudiantes, apenas es citado por las grandes corrientes de pensamiento. Aunque no se le niega, sólo se le reconocen los cuatro puntos cardinales de su filosofía, a saber: la voluntad de poder, la transvaloración de todos los valores, o inversión de todos los valores, el superhombre y el eterno retorno de lo idéntico. Aquí acaba, parece ser, el pensamiento que nos legó el filósofo del vitalismo. ¡Sí, así es: él es el filósofo del vitalismo! A pesar de su dubitada enfermedad desde que fuera catedrático, su pensamiento tiene tanta fuerza y amor por la vida que cualquier comparación con él ha de estar siempre encarnada en la vida misma.
Empezaba el artículo preguntando por qué su filosofía ha influido en buena parte del pensamiento occidental y, sin embargo, no se le cita con tanta vehemencia como se hace con Kant o Hegel. La explicación puede parecer sencilla, incluso inacabada: en su obra se expresa la vida sin tapujos, sin miedo, tal cual es, la vida como música. Esta es su enseñanza, no fue el primero.
¿Qué es la música sino la forma de transmitir un sentimiento con notas que a priori no forman parte de los sentimientos? La música, al igual que la verdad, no es más que pura contingencia; se da como también no se puede dar. Que una mayoría convengamos que una canción es bonita no es más que una pura contingencia de esas notas con el ser. Es de esta manera en la que Nietzsche ha triunfado, pero a la vez se le odia. Su música, esto es, sus aforismos son sentimientos limpios que tienen un gran sentido comunicador en el ser. Qué irreverencia tan grande cometió el filósofo del superhombre cuando mató a Dios, qué pavor produjo comunicar el «peso más grave» del eterno retorno de lo idéntico. Los postulados de su filosofía no se podrían mantener si no fuera porque contienen verdades que son sentidas por nuestro ser. El odio a su arrogante pensamiento es el odio de aceptar el destino fatal del ser; no se puede contradecir consigo mismo. El Ser no puede destruirse a sí mismo porque es el principio de la vida y su propia autoconciencia. Cuando Nietzsche destruye la religión, la moral (El anticristo), en definitiva al hombre, es porque está diciéndole cara a cara: todo tu ser no es más que la misma voluntad de ser eterno. Toda tu construcción no es más que la contingencia de ti mismo, vida y conciencia; tu moral, tus pasiones, tus anhelos no son más que la voluntad de eternidad.
Este es el ser que con tanta sinceridad predijo Nietzsche. Nadie antes que él lo había dicho tan claramente, sin miedo. Esa verdad se comunica a chorros y en todas direcciones, salpicando las almas de cada uno de los mortales. Es una comunicación sencilla y esencial, no hay más.
Podríamos detenernos en sus cuatro grandes ideas, pero de poco serviría explicarlas a quien no quiere oír. Por eso con extraordinaria sinceridad dijo de su obra maestra Así habló Zaratustra que es un libro para todos y para nadie. Para todos, porque él sólo habla cara a cara con ser, para nadie más porque el ser no puede aceptar lo que sus propias palabras dicen, esto es, el principio de no contradicción que surge de la contingencia entre la vida y la autoconciencia del ser. Esa transvaloración de todos los valores significa también que el ser evoluciona hacia su propia creencia de eternidad. Se ha agotado ese sentimiento directo de trascendencia con Dios; le hace falta sujetarse a otras fuentes. El ser se aburre de la misma explicación, desea otra meta, una eternidad más real, por eso ha matado a Dios. Y ese superhombre, ese ultrahombre, ese devenir del ser tan famoso y sugestivo en su filosofía no podría haber triunfado si no fuera por ese sentimiento de que la vida debe permanecer. Sólo la vida tiene valor, una vida en la que el ser se supera para no contradecirse. Que se vuelve sobre sí mismo, una y otra vez, tocando con la punta de sus dedos la eternidad. Lucha contra la indefinición temporal que constituye su ser, rompe consigo mismo y crea, destruye para volverse a crear, y así eternamente. Esto es su no contradicción. De aquí surge -decía Nietzsche- el superhombre. En su ser está el eterno retorno, una carga tan grande, «grave», que difícilmente el ser puede soportar, entonces: «asciende tú, asciende, pues, gran mediodía». Así termina su obra maestra, ingenio del ser y de los sentimientos puros.
Podríamos seguir así escribiendo tantas páginas como ya se han escrito sobre su pensamiento y el resultado sería el mismo: o se admite el moralismo del deber ser o se siente la música del ser que expuso Nietzsche. Cierto es que los moralistas se espantan ante la sencillez, pero a la vez contundentes argumentos vitalistas de Nietzsche. Alarmados combaten el nihilismo nietzscheano sin haberse preguntado por qué estamos obligados moralmente. Ha comenzado El ocaso de los ídolos. En esa antigüedad no tan lejana se debatían las mismas cuestiones morales por medio del teatro y la música. El coro significa lo dionisiaco, lo oculto, que no lo menos real. Esa voz de nuestra conciencia que nos hace dudar de que el propio bien no es necesario, que nos dice muchas veces ¡puedes hacerlo! ¿Acaso no es esa la verdad de nuestro ser? ¿Tendremos que conformarnos con esa originaria obligación del deber ser, de la moral? No, esa construcción ya ha sido derrumbada.
Cada día se sabe más que el consenso no significa más que la pura contingencia de algo que tenía que ser así, aunque podía haber sido de otra manera. La moral regurgitaba, incluso antes que Platón, las mismas ideas de trascendencia. Ahora el ser quiere la realidad, una eternidad tangible. Para ello tiene que destruirse y volver limpiamente a preguntarse las mismas cosas, despojado de los errores que supusieron los primeros pasos del hombre. Ese acaecimiento apropiador del ser en el tiempo y en el espacio ya no le es suficiente. Ahora el ser escucha con atención a lo dionisiaco, su otro lado o en verdad la unidad de la diferencia con lo apolíneo. Empieza a comprender que estamos obligados moralmente porque su ser es así, ni más ni menos. Es un ser moral por acción del principio de no contradicción con los dos elementos a priori de su ser: la vida y la autoconciencia. Ahora se pregunta si esa efímera vida tiene sentido, ve que no puede ver, se observa como observador y no le gusta cómo ha estado observando. Ha salido de sí y el miedo que siempre le había provocado tal acción, ha desaparecido, ha evolucionado; entonces, ya no será más algo único e impenetrable, sino que se comprende contingente con todo lo demás, con todos sus entornos y circunstancias. Admite por fin que al igual que él otros tantos pasaron por este tiempo y espacio; intuye que su voluntad ya no es sólo suya, sino que se hace suya. Observa que observa, ese es el principio del superhombre nietzscheano. Ha observado que la moral kantiana suponía el miedo a contradecir su ser, y ahora que comienza a negarlo, puede observarse como un horizonte de infinitas posibilidades, más poderoso, más libre, más fuerte, más verdadero. Ha destruido la complejidad de la moral kantiana, entre ellas que incluso la maldad es toda una bondad, que ese estado de naturaleza es el próximo, que cuenta con la libertad de la pura maldad kantiana, esto es, transvaloriza todos esos valores, los somete, los aniquila y crea su propio horizonte de expectativas.
Por eso entre Nietzsche y el gran sociólogo del siglo XX, Luhmann, no hay tiempo ni espacio, es ese mismo sentimiento de que el ser no tiene más obligación que la que la constituye ¿Pero y si observa esa contradicción? Ahí es cuando la puede destruir, pero ¿cómo ha podido observar aquello que le era negado a priori? Nietzsche se percata que esta observación sucede porque en el principio de no contradicción del ser también coexiste la otra cara. Sólo tenía que darse la vuelta infinitas veces para comprender que no podía ver, y de tal manera, con dicha dinámica, que por siglos lleva realizando, por fin intuye su completo ser, que no puede contradecirse, ni incluso viendo que su ser es pura contradicción.
Ambas verdades constituyen el mismo ser, tanto la afirmación de su ser como su negación. Su diferencia es la unidad que comunica todas las posibilidades. Unas veces el bien, otras el mal; unas veces el mal como bien y otras el bien como mal, paradójicamente intercambiables y poderosamente comunicativas. Así es como Nietzsche nos nutrió de su hermosa locura. Se dio en él la contingencia de observar al observador cual juego fantástico y aventurero, un Colón de la moral con la diferencia que a su llegada al destino destruye el horizonte y lo pone a su gusto y placer.
Quedarán milenios aún para que el ser se despoje de la obligación del principio de no contradicción, habrá de ser otro ser. Pero cuando lo haga, otra contingencia le perturbará. Este es el eterno retorno del que nuestro autor tanto miedo tuvo de dar a conocer, por eso sucumbió. Su derrumbe filosófico, esa locura tantas veces citada para destruirle era aquella que todos algunas veces en la vida, a veces a diario en otros casos, supone colocarse enfrente de uno mismo y preguntarse: ¿quieres volver infinitas veces? Si la respuesta es sí, entonces se ha dado en tu ser la misma comunicación entre sus dos lados; si la respuesta es no, queda mucho para que llegue dicha comunicación al ser.
Huelga llamar la atención sobre un pequeño libro de Nietzsche pero apetecible por sugestivo. Se dice que durante el tiempo en que escribía Ecce Homo, a la edad de 36 años, ya comenzaba a vislumbrar su locura ¿Qué locura? ¿La locura creadora, artística y musical de sus más bellos aforismos? ¿O la locura vejatoria de la que tanto se ha hablado, la del filósofo loco? En esta obra Nietzsche divide sus partes con toda sinceridad: «por qué soy tan sabio», «por qué soy tan inteligente», «por qué escribo libros tan buenos» y «por qué soy un destino». Con cuanta sinceridad resume su aportación a la vida: «Nos arrojamos en brazos de lo prohibido». ¿Lo prohibido? ¿Acaso podemos ascender a tal locura? Nietzsche lo reafirma. Lo prohibido es lo que nos da la vida, sólo así nace este juego fantástico, alterando lo establecido cual virus que mata para seguir viviendo de algún modo. La vida supone un grave error del que Nietzsche ha sabido dar cuenta: la propia constitución del ser, pero este error es el que es, ni más ni menos, por eso en su vitalismo sólo hace falta la Vida, esa voluntad de vivir, de crear, de crearse constantemente, autocreación de unicidad. Por eso era tan sabio. Esa sabiduría es limpia y pura.
Era tan inteligente que podía contradecirse sin llegar a formar una paradoja. Arruinaba cualquier argumento tradicional. Embrutecía a los más nobles y pacíficos. Su inteligencia no tenía otro camino que derrumbar el idealismo platónico y kantiano, mirarlos cara a cara y reírse de milenios de historia del ser. Éstos tratan la idea, lo suprasensible o el reino de los fines como una verdad, despreciando la materialidad de los sentimientos más cercanos. «Fue la enfermedad lo que me impulsó a razonar», así dice en Ecce Homo, pero no sólo se refiere a la enfermedad física que se le había diagnosticado y le apartó de la cátedra de Basilea, sino de la enfermedad de esta vida idealista, sacra, transcendental, la vida del principio de no contradicción que puso de relieve toda su existencia con ese «razonar». Y ese desastre de los griegos en El nacimiento de la tragedia para nada es un drama, sino la victoria del vitalismo. En Humano demasiado humano razona ese espíritu libre del que luego hará gala en La gaya ciencia. Hay demasiadas cosas humanas, feamente humanas. Lo bello crea, lo feo destruye; ese es el fin del hombre, lo bello. Y en su Zaratustra la sinceridad se torna recalcitrante, rechina y vuelve a rechinar en los oídos más sordos. Se eleva a 6000 pies sobre el hombre para observar como el observador se observa, he aquí el modelo sistémico que luego tomará el gran Luhmann, su único discípulo fidedigno hasta la época. De aquí que ese estar por encima o tener-por-verdadero fue lo que le produjo un miedo atroz a que lo canonizaran algún día. Qué jocosidad sublime.
Platonismo invertido, eso es Nietzsche, como bien apuntara Heidegger. En la vida comienza el error. Pero ese error que supone la misma vida con su principio de no contradicción, es el que él niega como observador. La operación es sencilla: negar lo trascendental para darse cuenta de que la vida sin la negación de ese principio del ser sería un error. Por eso hemos titulado este breve ensayo la Vida sin Nietzsche sería un error. Sería el error de hacerse eterno en una eternidad aparente y contradictoria. Ni el más inteligente de los profetas supo decir una verdad tan sencilla. Sus ojos no querían ver, o más bien no sabían que no podían ver. Sin embargo ese error del que parte el ser es un error sin el cual «una determinada especie de seres vivientes no podría vivir»: el ser humano. La filosofía de Nietzsche no es tal, es una fisiognomía del ser que resalta el devenir del ser. No describe una casuística progresiva y determinada, sino la evolución del ocaso a la mañana, de la mañana al gran mediodía. En ese punto el Sol ilumina todo, a todos los seres. Entonces habrá que esperar ese momento. Cada cual que elija su momento, y Nietzsche lo eligió cuando encontró a Zaratustra mientras subía por los escarpados caminos del pueblo trasalpino de Recoaro Termes.
Esa verdad a la que aludíamos al principio, o ese sentimiento de sinceridad, cuyo potencial comunicador hace que el ser se dé cuenta de sus errores, configura toda su evolución. Ese valor de verdad, ese conservar su poder más y más creciente, para destruirse asimismo y en el mismo acto crecer, esto es el sistema del ser, autocreación y evolución conservadora de su propio ser. Nietzsche observa esto, lo dice, molesta y lo utiliza para ascender a los confines de la eternidad. ¡Él tampoco pudo escapar de su ser, qué envidia tuvo de Buda!
El mérito de Nietzsche es haber fundamentado la obligación moral en la vida misma. Ni él pudo escapar de esta obligación que hizo de su existencia una filosofía de la eternidad, un acto como cualquier otro, como ser padre, como suicidarse, pero en su caso lo llevó con absoluta felicidad, con belleza, con vitalismo. La Vida obliga, eso lo sabía él y ahora todos nosotros.
Y entonces, ¿por qué la vida sin Nietzsche sería un error?
Porque seguiríamos en el error de vivir la vida como un error.
Así habló Nietzsche.
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