· La Gran Fiesta que combina de todo e incluso se transita en un plano espiritual contemporáneo.
Colaboración e investigación especial: Mario Ruiz Hernández
Por Mario Ruiz Hernández
VALLE DE MÉXICO, Méx., a 2 de noviembre del 2020. - Ningún otro país como el nuestro, ha tenido un cierto ambiente extraordinario de festividad a la muerte, que en el plano místico rebasa cualquier analogía que se pueda dar con el centro del ser mismo.
Para los mexicanos de hoy y del pasado, la muerte y la vida son paralelismos o polaridades que descansan en el propio ser y la existencia divina.
La muerte ritual y heroísmo en el mundo y cultura azteca. Sacrificios humanos de los indios de México, no han causado extrañeza en los estados precisamente causi-salvajes en medio de danzas y otras ceremonias dedicadas al Dios Sol y La Luna.
La epopeya; lo otro, lo diverso, ajeno, exuberante, lo que violentaba la norma y la imaginación; la ley conocida y la historia, lo primitivo y lo insólito, lo que finalmente estremece y da riqueza a la cultura mexicana.
Así, los sueños que florecen en las tierras de incalculables promesas, exageradas y fantasiosas para “convivir en el otro mundo” desbordado de veracidad con el cosmos.
En el México de hoy, envuelto en una liturgia que apenas tiene que ver con misterios de fe, es posible volver al tiempo y transitar en un plano espiritual contemporáneo.
Entre inciensos; música, aromas del pasado, danzas, flores, fruta, ropas, dulces, aguardiente, mole y cigarros, esqueletos, calaveras y bailes, se profetiza el Paráclito del fuego para llegar al pueblo del Sol a construir el Lago de la Luna.
Más a la par de ese conjunto de sensaciones oscuras, la añoranza y la fe en los días comunes persiste más que otros días.
Por eso la nostalgia de los camposantos; en las iglesias y parroquias, mercados, plazas públicas y altares, presentan año tras año una glosa de los tiempos en el mago calendario de la historia.
En el fresco de la vida interior de nuestra cultura; los gritos entre ruinas, los vivos se escudaban con los muertos.
Lo que sí es indudable, es el olor a antaño, a los velos y a lo eterno, que maquillan las formas aprendidas de un ayer que sabe por todos lados de nosotros.
"Según la creencia de la civilización mexicana antigua, cuando el individuo muere su espíritu continúa viviendo en Mictlán, lugar de residencia de las almas que han dejado la vida terrenal.
Dioses benevolentes crearon este recinto ideal que nada tiene de tenebroso y es más bien tranquilo y agradable, donde las almas reposan plácidamente hasta el día, designado por la costumbre, en que retornan a sus antiguos hogares para visitar a sus parientes.
Aunque durante esa visita no se ven entre sí, mutuamente ellos se sienten.
El calendario ritual señala dos ocasiones para la llegada de los muertos. Cada una de ellas es una fiesta de alegría y evocación.
Llanto o dolor no existen, pues no es motivo de tristeza la visita cordial de los difuntos. La exagerada hospitalidad de los mexicanos es proverbial.
Ésta se manifiesta a la menor provocación, aún más si los visitantes son sus parientes ya fallecidos. Hay que deleitarlos y dejarlos satisfechos con todo aquello que es de su mayor agrado y asombro: la comida.
Desde remotas épocas hasta la actualidad, el “banquete mortuorio”, resplandece en todas las moradas nacionales, desde los humildes jacales o casas rústicas, hasta los palacios y mansiones.
La comida ritual se efectúa en un ambiente regiamente aderezado en el que vivos y muertos se hacen compañía.
Cada pueblo y región ofrece variados diseños e ideas para este evento, pero todos con la misma finalidad: recibir y alimentar a los invitados, y convivir (o tal vez “conmorir”), con ellos”.
Para los mexicanos el Día de Muertos o Día de los Fieles Difuntos representa algo más que la veneración de sus muertos, podría decirse que para los mexicanos a diferencia de otros países, lo reflejan burlándose, jugando y conviviendo con la muerte.
Haciendo un repaso de la historia, en las culturas mesoamericanas los nativos consideraban a la muerte como el paso a seguir hacia una nueva vida y fue hasta la llegada de los españoles que trajeron consigo las nuevas creencias con respecto a la vida y la muerte.
La muerte producía terror, pues en el juicio final los justos recibirían su recompensa y los pecadores su castigo... Y lo difícil era no contarse dentro de los pecadores.
En la cotidianidad del mexicano la muerte aparece salpicada de picardía, y en este día en particular, todos los cementerios del país se llenan de gente que está ansiosa de compartir esta sagrada fecha con sus difuntos.
Familiares y amigos llegan a la tumba de su ser querido, con flores y escoba en mano, ya que ha pasado mucho tiempo desde la última visita, algunos llevan comida para disfrutar en compañía de sus difuntos, otros hasta músicos llevan para alegrar el momento que pasan en el cementerio con sus seres queridos y muchas veces los familiares y amigos deciden continuar la fiesta en la casa de algunos de ellos, quizás pensando en el ya célebre dicho popular: "El muerto al cajón y el vivo al fiestón".
Sus tradiciones culturales se han seguido conservando gracias a la religiosidad y fervor de su gente, las cuales se han transmitido de generación en generación a pesar de que estas tradiciones están en peligro de desvirtuarse debido a la influencia y mezcla con otras costumbres extranjeras.
Es por eso que en el extranjero es aún más importante que se conserven estas tradiciones, ya que mantienen el espíritu de unidad y nacionalismo entre las personas de un mismo país y de aquellos que sin importar el lugar de donde provienen se sienten identificados con esta bella expresión cultural.
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