viernes, 27 de diciembre de 2013

¡Larga vida a Edward Snowden!

Manifestantes en el consulado de EEUU en Hong Kong sostienen una foto de Snowden en apoyo a su vida y su libertad.
Foto: Ibtimes.com Antonio Hermosa Andújar Cuando el imperio, en campaña siempre en cuanto imperio aunque no esté en guerra, ha sufrido una derrota sin que haya habido un solo disparo ni caído una sola víctima; cuando de la política imperial ha emergido la montaña oculta del iceberg y convertido todas las promesas de libertad en obscena ideología; cuando, en consecuencia, la fuerza lo ha igualado a cualquier otra fuerza que necesita crecer para mantenerse y los restos de su prestigio se han derretido como cera y hieden como estiércol; cuando todo eso y más ocurre, la alquimia se llama Edward Snowden. Cuando Edward Snowden, el joven informático que trabajaba para la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense (NSA, en su sigla en inglés), decidió violar el secretismo de su juramento y poner bajo el foco de la publicidad un buen número de documentos, había medido con exactitud las repercusiones de su acción heroica entre los diversos actores concernidos y la avalancha de críticas, descalificaciones, amenazas y peligros que le sobrevendrían, y no sólo por parte de su voraz patrón, sino también por todos aquellos esclavos apresados en el círculo de la maldición tocquevilliana, según la cual quienes buscan en la libertad algo distinto de la misma han nacido para servir. Lo hizo sin embargo con la conciencia bien tranquila, pues como ha proclamado reiteradamente desde entonces el material amparado por ese secreto era en sí un atentado contra la Constitución, a la que había jurado una lealtad que aún hoy blasona profesar; lealtad, añádase, extensiva a su país, pues ha resistido las tentaciones de China y Rusia de adquirir los documentos que llevó consigo en su huida y continúa considerándose a todos los efectos ciudadano del mismo: aunque, eso sí, en su Carta abierta al pueblo de Brasil, publicada el día 17 de este mes por el diario Folha de Sao Paulo, se dice dispuesto a permanecer apátrida –lo es ya, desde el momento en el que su gobierno le retiró su pasaporte- a dejar morir su libertad. La divulgación de que a partir del 11-S los gobiernos de Washington decidieron por su cuenta y riesgo convertirse en bandidos nacionales e internacionales, esto es, de que urdieran un sistema de vigilancia tanto a escala nacional como mundial que registró por centenares de miles de millones direcciones electrónicas, conversaciones de móviles y llamadas internas, en su inmensa mayoría de sujetos “sospechosos de nada”, como dice Barton Gellman en el Washington Post del 22 de diciembre; es decir, la divulgación de que cada administración estadounidense saquea arbitrariamente la vida privada -otrora tan sacra entre los valores americanos-, tanto de ciudadanos de a pie como de dirigentes legítimos o no de otros países, no sólo ha puesto en evidencia la desvergüenza de sus autores y la impunidad moral con la que su nacionalitis parece bendecir sus acciones ilegales, sino que ha arrojado nueva luz a algunos de los recovecos por los que discurren las relaciones entre países. Y no sólo eso, como se verá… Un espía con ideales en el interior de un sistema consagrado a vigilar el mundo sin causa alguna justificable es en principio tan difícil de entender en sí mismo como ser calvinista en Sevilla o vegetariano en Extremadura, aunque todas estas cosas ocurran. De ahí que, limitándonos al primer imposible, lo primero en cruzar la mente de estos burócratas clandestinos fuera calificar al idealista de traidor, desertor o antipatriota, todo un lujo que no está al alcance de cualquiera. Sus bocas rezumaban mentiras enumerando los peligros que las filtraciones del traidor depararían a la vida de personas concretas en lo inmediato, así como al futuro de su país; y, a la vez, las mentiras rezumaban felicidad negando las filtraciones de aquél. Pero bastó poco para convertir en pirómanos a esos bomberos: que se hiciesen públicas sus confesiones en privado de que no eran tantos los daños o se verificasen los datos sobre espionaje masivo filtrados por Snowden. Por el contrario, no se les oyó nunca pedir perdón por convertir el mundo en su cortijo particular y considerar, sin explicación alguna a nadie, que su seguridad, la de los Estados Unidos, era más importante que la santidad de la vida privada, tanto de los propios estadounidenses como de los ciudadanos del resto del mundo, o el respeto de la libertad de todos ellos. Menos aún se les oyó piar un mínimo de la verdad oculta en sus falsas denuncias, y que el propio Snowden denunciara en su carta, a saber, que no había motivos de terrorismo subyacentes a la recolección masiva de datos, es decir, que no se trataba de una cuestión de seguridad, sino que las causas eran pura y simplemente políticas, económicas y tecnológicas: “búsqueda de poder”, resume Snowden. En cambio, sí se escuchó bien alta la voz del juez Richard J. León calificar las actividades de la NSA como “casi orwellianas” y considerar la masiva recogida de datos como probablemente anticonstitucional, según ha difundido la prensa internacional. Por otro lado, ni las acusaciones de estos patriotas de oficio, capaces de sacrificar el mundo a su patria y su patria a sus intereses personales, ni las invectivas de ciertos burócratas de la pluma, anquilosados más en sus creencias que en sus ideas, contra el ex espía se han revelado ciertas. ¿Es no ya lícito, sino lógico, llamar traidor, paranoico o narcisista a quien arriesga su trabajo, su nacionalidad, su libertad y su vida, además de la enajenación intemporal de su mundo afectivo, sin obtener beneficio material alguno; es no ya lícito, sino lógico, creer esas palabras mendaces y, en aras de la coherencia, negar el pan y la sal a las suyas, como cuando afirma, por ejemplo, que si “de algo desertó fue del gobierno por el público”? Más aún: Snowden, como dije antes, no sólo no ha pasado o vendido información al enemigo ruso, chino o terrorista; y no sólo no ha dejado de reconocer que en lugar de cambiar a la fuerza la Agencia de Seguridad Nacional o la realidad de su país sigue en realidad trabajando para ella y sintiéndose estadounidense, y que anteponer la libertad al espionaje ilegal es la mejor forma de demostrarlo al hacer primar la Constitución sobre la renuncia atrabiliaria a los valores preconizados por la misma que están llevando a cabo los últimos gobiernos; no sólo eso, sino que, entre otras cosas, y como reconoce con ironía Richard Cohen –uno de los periodistas a los que la conducta del idealista le ha constreñido a cambiar su primitivo juicio denigratorio sobre él-, el haberse negado a vender el relato de su vida o la información de la que es portador, vale decir, el haber renunciado a hacer dinero fácil es lo más antiestadounidense llevado a cabo por el joven informático. Y aún más: el comportamiento del idealista Snowden no es el del típico salvapatrias, a escala mundial en este caso, cuya lengua ha domesticado la verdad; no se considera ni un nuevo profeta, ni la reencarnación de otro antiguo, ni otro mesías ni un iluminado de cualquier otra ralea; simplemente afirma estar convencido de que, como se escribe en el artículo antes citado del W. Post, “una peligrosa máquina de vigilancia masiva está creciendo sin control” y de que “el coste de un debate público franco sobre los poderes de nuestro gobierno es inferior al peligro inherente al de permitir que estos poderes continúen desarrollándose en secreto”; de ahí que si hay algo de mesianismo infiltrado en dichas creencias se debe, o puede deberse, no al hecho de saberse el nuevo oráculo que todo lo ve, sino al deseo democrático de preservar la democracia frente a quienes, por seguridad, la conciben como un nuevo arco iris al que se ha dejado un único color. Y por eso hace universalmente pública la información que denuncia esta tentación totalitaria ya en acto, para devolver, siquiera sea transitoriamente, a la ciudadanía mundial el poder que le corresponde de decidir sobre sus vidas. Conocidas son de sobra las reacciones provocadas entre algunos líderes mundiales, con su mezcla de fingida sorpresa y ostentosa cobardía, salvo pocas excepciones, como Brasil. En lo que, sin embargo, se insiste menos es en la confirmación de que el mundo de la política internacional es en realidad el sórdido de las alcantarillas descrito en las novelas de John Le Carré en lugar del de novelita rosa escenificado en sus instituciones más representativas. En el interior de ese recinto de sombras pululan reverendos personajes no precisamente venerables: un Imperio que es en sí mismo un mal absoluto y que lo seguirá siendo mientras se obstine en pervivir en cuanto tal; sujetos espiados sin o con su conocimiento, tanto en su vida profesional como privada; satélites políticos a los que la soberanía les ha quedado grande y que se mueven como peleles en sus airadas protestas de papel; la confirmación de que entre guerreros no cabe la confianza ni la lealtad, y que cuando son muy desiguales no pueden ser aliados ni, menos, amigos; el peligro de que esa situación institucional llegue a degenerar en conflictos o guerras, es decir, la certeza aparente de que la paz es un ideal que ninguna democracia puede alcanzar más allá de sus fronteras. Esa renovada mas parcial fotografía del mal a escala internacional constituye a mi entender el más grave legado de la filtración de Snowden. Entre las consecuencias de la misma parece encontrar numerosos adherentes la idea de que es necesario controlar las actividades de la NSA y poner coto al tipo de prácticas que lleva a cabo. Y parece que entre los nuevos conversos se halla el propio presidente Obama. Tiene, pues, la ocasión de pasar a la historia por algo más que por haber sido la excusa para haber ridiculizado de nuevo al jurado de los premios Nobel por haber premiado a un cadete de la política, esto es, las ilusiones propias más que los hechos ajenos; o bien por haber sido el primer presidente negro de los EEUU y merecer ser blanco. Edward Snowden, el francotirador de la libertad incrustado en los intersticios de su secreta red de espionaje, y al que con tanta saña persigue, es precisamente el agente democrático que se la ha brindado.

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