miércoles, 9 de abril de 2014
“Enano”, el niño de nadie
Óscar Balderas.
El día que conocí a “Enano”, él estaba tan aturdido por la droga que no podía ni hablar. Era como si tuviera cosida la boca o le hubieran arrancado la lengua. Veía en sus ojos el esfuerzo por pedirme una moneda, pero de su boca sólo salía un balbuceo incomprensible. “¿Mmme… reg… es…alas… umnhm… hm… pes… ps… o?”. Al mismo tiempo que causaba ternura, me asustaba verlo así de desesperado por no poder comunicarme cuánta hambre tenía. A mí me angustiaba que llevaba tres días “comiendo” solvente para matar el hambre que le mordía el estómago.
- No le vas a entender, mejor ‘perate a mañana, a ver si ya deja la mona… es que como ya es bien adicto, en vez de respirar, se come el activo y le da más duro – me dijo el chico que estaba a lado de nosotros, tranquilo, inmutable, como si ver a un niño de 13 años en ese estado fuera normal.
- ¿Se lo come? ¿cómo?
- Pues así nomás, moja la estopa y la saborea para que lo ponga más pendejo más rápido.
Yo había ido al bajopuente de Taxqueña y Tlalpan para hablar con uno de sus habitantes, todos menores de edad, que habían convertido ese lugar en su guarida. Era una población callejera poco común en la ciudad: ningún adulto, todos niños, incluso bebés, que vivían desamparados a la vista de vecinos y viajeros que usan la terminal camionera del sur. Quería platicar con ellos, saber sobre su vida, su manera de sobrevivir y el futuro que veían para ellos. Antes de entrar a su terreno, pensé en cómo quería que apareciera el título de mi reportaje: “los niños de nadie”, porque, nadie parecía notarlos, aunque por las noches su escondrijo se iluminara con pequeños destellos de encendedores que quemaban cigarrillos para aplacar el fríos.
A punto de entrar al bajopuente, apareció él: aunque tenía 13, lucía de 10 años. Flaco – flaquísimo –, ojeroso – ojerosísimo –, drogado – drogadísimo –. Pero, acaso, su característica más llamativa era su estatura: 133 centímetros de los pies a la cabeza, que evidenciaban su desnutrición.
- Mejor vete, compa, porque así andan todos ahorita y no sea que se pongan locos.
- ¿A qué hora puedo volver para hablar con él?
- Mañana como a las 11 de la mañana… a esa hora le da su cruda y ya puede hablar, si le das unos varos.
Anoté mi cita pendiente para dentro de 14 horas y salí de ahí. Volvería para conocer qué motiva a un niño devorar tres días un corrosivo que perfora el estómago.
***
La ciudad de México tiene una población callejera cercana a las 5 mil 600 personas, de acuerdo con el último censo del Instituto de Asistencia e Integración Social, dependiente del Gobierno del Distrito Federal.
Son hombres, mujeres y niños prácticamente invisibles para los funcionarios federales, locales y habitantes: si no están en el Centro Histórico, los encuentras en las avenidas más cosmopolitas, en los panteones, en centrales camioneras o en parques; si no están ahí, los ves pidiendo dinero en los cruces callejeros del oriente de la capital, en los semáforos del norte, en las plazas del sur, afuera de los corporativos de Polanco, durmiendo en los resquicios que hacen los bancos de Santa Fe. Ahí están, pero no están para quienes toman decisiones.
El informe Situación de los Derechos Humanos de las Poblaciones Callejeras en el Distrito Federal 2012-2013 hecho por la Comisión de Derechos Humanos del DF resume en cifras la deuda del gobierno con ellos: 73.3 por ciento de las personas en situación de calle dijeron ser víctimas de autoridades y 26.6 por ciento de particulares.
Cuatro de cada 10 han sido detenidas arbitrariamente y para arrancarles confesiones lo más común es que los policías les propinen toques eléctricos; 3 de cada 10 han experimentado discriminación, principalmente por su estado físico, que les impide acceso a clínicas y centros de salud gubernamentales.
La mayoría no tiene acta de nacimiento, credencial con fotografía, credencial de elector; mucho menos licencia, pasaporte, cartilla militar o algún documento que avale su edad, residencia o que facilite su inscripción a programas sociales del gobierno capitalino.
Son 5 mil 600 personas. En otras palabras: seis veces el Teatro de los Insurgentes.
***
Volví a las 11 de la mañana y encontré a “Enano” tirado, descalzo y sucio, en un camellón que separa los carriles laterales de los centrales de Tlalpan. Me reconoció y antes de que yo pudiera cruzar la avenida para saludarlo, se levantó con dificultar, caminó hacia mí y me pidió una moneda.
- Ahora sí, ¿me regalas un peso?
- No te puedo dar dinero, pero te compro algo de comer…
- Mmmm… bueno, pero yo elijo.
Paramos en una hamburguesería y él pidió una doble con queso y un refresco. Todo lo devoraba, apenas masticando. Cuando acabó, me confesó que desde el lunes – era jueves ese día – no comía algo y que para no sentir hambre, se adormecía el cuerpo inhalando lo que encontrara, incluso latas ya desechadas en el piso por otros adictos.
- ¿Por qué ayer no podíamos hablar y hoy sí?
- Porque la mayoría nos ‘ponemos’ en la tarde para aguantar toda la noche… pero ya en la mañana, pues, vale madres, te despiertas con la cruda y hay que buscar qué comer…
- ¿Qué sueles comer?
- A veces nada, pero me gustan las Maruchan, los tacos, las quesadillas, las tortas y el pan
- ¿Leche?
- No, no me gusta
- ¿Pescado?
- Nunca lo he probado
- ¿Verduras?
- No
- ¿Granos?
- A veces unas pepitas…
Entonces, “Enano” cuenta la dieta de la mayoría de sus amigos del bajopuente: se levantan por la mañana, cuando el sol les pica la cara y el dolor de cabeza que les causa el solvente les impide seguir con los ojos cerrados. Tan rápido como se ponen de pie, hay que buscar el residuo de la lata para inhalar por primera vez en el día. Luego de horas aletargados, van a la calle a “charolear” por unas dos horas y con lo juntado – unos 30 pesos, más o menos diarios – van a la ferretería de “don Juan” a que les venda solvente. Al dependiente no le importa que sean adictos menores de edad: por 24 pesos, vende tres latas de activo a precio de “clientes”. Entonces se meten a la guarida, inhalan todo lo que pueden y se duermen. Si acaso la droga no los noquea, hay que comer: se “charolea” de nuevo y con 20 pesos ya pueden ir a una tienda de conveniencia, donde el empleado sólo deja pasar a uno de ellos por temor a que le roben, y comprar una sopa instantánea que preparan con agua de la llave, un sobre de salsa y algún limón que le pidan a un cocinero de los puestos que rodean al metro Taxqueña.
- ¿Buscas comida en la basura?
- Sí, pues… ni pedo, ¿no?
- Te has de enfermar seguido…
- No, yo soy fuerte como perro callejero.
- ¿Qué crees que comen otros niños de tu edad?
- Pues lo mismo…
***
“Enano” resume su historia así: tengo 13 años, nací en Villahermosa, Tabasco y crecí con mi papá y mi mamá. Soy hijo único y qué bueno que no tuvieron más, porque a mí me madreaban bien feo y me hubiera enojado mucho que le hicieran eso a un hermanito o hermanita. Mi papá es un cabrón, un hijo de la chingada que nos agarraba a cinturonazos a mi mamá y a mí; mi mamá es una pendeja, se dejaba todo y, la neta, nunca me quiso. Creo que yo le daba “cosa”, porque nunca me abrazó. Neta, no me acuerdo una vez que me haya dicho algo bonito, así que una vez un amigo que vivía cerca de mi casa me dijo que se iba a venir al Distrito Federal y le dije “va, me voy contigo”. Jalé con él y dijo que un tío suyo nos iba a dar trabajo de diableros en la Central de Abastos, pero no me gustó porque el jefe nos pegaba y una vez yo me defendí y le rompí la cara. Salí hecho la madre de ahí y dormí por primera vez en la calle. Y, no sé, así conocí banda que “charoleaba”, que la rolaba en la calle y dije “está chido, acá nadie me madrea, hago lo que quiero, cuando quiero” y aquí me quedé. De dormir afuera de la central, pasé acá, a Taxqueña, con mis compas.
¿Mis amigos? Pues lo mismo: madreados, puteados, corridos de sus casas, se salieron por andar de cábulas, andar con la pandilla, acá, la vida chingona, ¿qué comen? Pues lo mismo: sopas, tacos, galletas, lo que haya, a veces nada, comemos “activo”, pero luego arde culero en la lengua y acá, en el pecho.
Y ya, esa es mi historia, ¿me das cinco pesos o no?
***
“Enano” dice que se siente feliz porque una hamburguesa doble con queso es una comida de ricos; que llegando al bajopuente les dirá a todos lo que se zampó y que quiere ver sus rostros desfigurados por la envidia.
- Es que luego hay unos bien gandallas que me chingan mi comida, entonces quiero ver qué jeta ponen cuando les diga lo que me tragué.
- ¿Qué es lo más duro que has visto que haga alguien para comer?
- Pues buscan en la basura, ¿no? Pero no, eso casi no, eso es cuando ya se acabó el “activo”. Si tienes hambre, acá, “moneas”. Si quieres comer, mejor matas eso. Pero los que ya no pueden, buscan en la basura unas manzanas, unas tortillas, algo, lo que sea, nada nos hace daño a nosotros.
- ¿Robado para comer?
- Pues sí, también…
- ¿Qué has robado?
- No, yo no…
- ¿Y los demás?
- Pues cosas de tiendas, lo normal, una leche, un refresco, luego esas cosas…
- ¿Qué opinas del gobierno, de la gente que los ayuda?
- A mí nadie me ha ayudado, que se vayan a la verga
- ¿Qué te gusta comer?
- Sopas…
- ¿Y qué no?
- No sé… ya, ¿tienes 5 pesos o no? Si no, me voy.
***
“El Manson”, el chico tranquilo que estaba cuando conocí a “Enano”, me contó después los secretos de los niños en situación de calle para mitigar el hambre sin tener que pedir dinero: dos litros de agua de la llave, bebidos sin respirar, engañan al cerebro para hacerle pensar que el estómago está lleno. Otro: comer hojas de los árboles amarga tanto la lengua, que cualquier alimento sabe mal, así que se van las ganas de comer.
La otra opción es lo que hace “Enano”: comer solvente hasta quedar en tan mal estado, que uno se vuelve un muerto viviente sin necesidad de masticar y tragar.
- Pero eso quema, ¿no?
- Pues sí, pero te hace el paro
- ¿Tu comes solvente?
- No, yo… yo encuentro dinero de otro modo.
- ¿De qué modo?
“Manson” mira sus pies, juega con ellos, y después de varios segundos con la cabeza agachada, la levanta y sonríe. Enseña una dentadura terrible, que seguro le causa dolores por las noches, y unas encías sangrantes que lastiman sólo de verlas. Se toca el brazo, lleno de cortadas autoinflingidas, y parece más chico de los 16 que realmente tiene.
- El señor de la camioneta me lleva a comer a varios lados, si me voy con él…
- ¿Es del gobierno?
- No, esos putos no.
- ¿De alguna ONG?
- No, tampoco.
- ¿Entonces?
- Tu ponle que un señor de una camioneta negra.
- ¿Y a cambio de qué te lleva a comer?
Entonces “Manson” se pone serio y con la mirada me dice que vayamos a la hamburguesería. Ahí, por unas papas a la francesa, me contará cómo él se quita el hambre, cuando ni el “activo” puede hacerlo.
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