jueves, 24 de julio de 2014

La opinión de ...Salvador Ferrer i Paradeda (¡¡Agua!!)

¡¡ AGUA !! Salvador Ferrer i Paradeda.
Al final ha llovido. Con truenos relámpagos y granizo, pero ha llovido. De la única manera que parece ha de llover aquí, que es de mala manera. Tal vez haya alguna región que tiene la costumbre de la lluvia civilizada, regular, dócil y como ha de ser, con muchos días de nubes estables, muchos días sin sol y una lluviecita continuada para humedecer la tierra y ablandar los espíritus de los habitantes. Quizás tengamos alguna región así, de lluvia civil, pero yo no sé cual debe ser entre las nuestras. La costumbre de este país es de muchos meses de sequía seguida y después algunas horas de agua de poca misericordia. Esto debe llevar al personal a una actitud más bien fatalista y resignada (si las desgracias son habituales y ciertas, poca cosa se puede hacer) que se supone bastante común por toda la nación. Pero no; nuestra gente se indigna cada vez delante de los insultos de la naturaleza. Se indigna cada año o cada pocos años, - como gran novedad -, delante de los ciclos más naturales del clima. No oiremos nunca al vecindario contento del calor de cada época; siempre es excepcional, siempre hace demasiado, nunca recuerdan que la temporada anterior hacía exactamente el mismo. Nunca recuerdan que la sequía es casi habitual, ¬nuestra condición histórica -, y que si queremos ser un pueblo húmedo nos tenemos que trasladar a otro lugar, donde los valles están siempre verdes, las nubes siempre bajas y presentes, pero, entonces nos quejaríamos, como ellos, de no ver nunca el sol. Aquí, en realidad, no tenemos la costumbre del agua. Si nos molesta que todo esté demasiado seco, en realidad nos molesta mucho más que todo esté demasiado húmedo, no lo soportamos, pedimos la lluvia, (esto os pedimos, agua y Vos Señor nos dais viento ... ), y así huimos como de la peste a guarecernos a la caída de las primeras gotas, somos inconstantes, de mal conformar, variables como el viento, resecos largas temporadas y sometidos a ráfagas de mucho ruido y poco provecho. Como que sufrimos tanto la diferencia entre la sequía y la tempestad, pensamos que todo cambia, pero no cambia casi nada en el fondo: ni la política, ni la historia, ni el clima. Todo son alteraciones de superficie repetidas. Cambian las percepciones quizás, no la geografía y menos aquello que se llama estructura - más o menos profunda -, de los espíritus y de las culturas. Nos asusta el agua, eso es, nos asusta la inmersión y mojarnos mucho, debe ser el miedo atábico a las crecidas, el espanto de las tempestades. Nos aterra lanzarnos a la corriente, - las corrientes líquidas y las corrientes catafóricas -, y más aún que la corriente se lance contra nosotros. Somos contemplativos del agua y de la historia, malos nadadores, fáciles de arrastrar y en estos lugares donde las sequías son más largas y las tempestades más ruidosas, fáciles también de asustar y de arrugar y siempre a punto para el estrépito inútil, la granizada y el trueno. Falta de agua regular. Y falta, además, un cierto respeto a las condiciones de la naturaleza. Somos poca cosa los humanos cuando quiere llover y nada cuando llueve agua descontrolada. De manera que tendríamos de actuar con una cierta buena educación en la relación con quien puede más que nosotros. Quiero decir que, vivimos del agua de lluvia y no le tenemos ni un poco de amor, ni consideración, ni queremos sentir el contacto con la piel. Hace pocos días, llegó una de aquellas tempestades "terribles", yo la miraba caer desde los arcos, en la plaza principal, guarecido de su "vil ataque", y me propuse volver a la inocencia, si el cielo me daba ocasión; como cuando era niño y caía a mares, corría mojado, calado y entusiasmado, después en casa me "abroncaban "porque los niños y los adultos han de huir del agua como un peligro de desgracias. Así que cuando llegó la segunda tempestad, más fuerte aún que la primera, salí a recibirla en persona, me dirigí al jardín de la casa; desnudo de pelo en pelo o más bien vestido tan sólo con unas absurdas gafas de sol por aquello de no ser impúdico. Así que recibí el glorioso descargar del agua, aquel desastre, aquella bendición violenta. Frente a mí, flores y plantas, césped y barro, las hojas - algunas - perfectas para sentir el estrépito del agua contra ellas, y así seguí recibiendo mi particular bendición. A lo lejos, las nubes se veían grises y confusas detrás de la cortina de agua sin la línea del horizonte, excepto cuando la atravesaban relámpagos infinitos, blancos, azules y rosados; las Peñas, inamovibles. (Me vi soñando el recuerdo del mar y su activo oleaje frente a tormentas parecidas). Duró tan sólo unos minutos, tal vez quince o veinte, pero lo suficientes para reconciliarme con el agua tal y como cae durante los días tormentosos. Para reconciliarme con la piel y a través de la piel, que es la única manera de hacerlo

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