viernes, 27 de junio de 2014
El último trago de mezcal
En San Cristóbal de las Casas, en Chiapas (México), nunca deja de sonar la música. Por la mañana, en el Zócalo; por la tarde, en el mercado, y por la noche, en sus genuinas mezcalerías
ALBA TOBELLA MAYANS .
Vida cotidiana en una calle de San Cristóbal de las Casas. / RON WATTS
San Cristóbal de las Casas es una caja de música. Suenan en ella, en una armonía mágica y sin estridencias, cinco siglos de colonización, de lucha, de etnias, de creencias, de política y de tradición. Viajeros de todo el mundo acuden hechizados por la "energía" y la belleza de esta ciudad de calles empedradas y casas de colores llena de contradicciones. San Cristóbal es el epicentro de los Altos de Chiapas, unas montañas imprevisibles salpicadas de comunidades indígenas. Cercada por bosques, San Cristóbal condensa tintes, tejidos, texturas, olores y sabores. Los visitantes, sin renunciar al ambiente europeo del centro, intentan absorber la mística de las creencias mayas ancestrales y la del levantamiento zapatista de 1994. "Vienen a cambiar el mundo, a montar un negocio o a reencontrarse con el universo", comenta irónicamente una mujer del Distrito Federal que lleva 15 años en la que es la capital cultural de Chiapas (la oficial es Tuxtla Gutiérrez), uno de los Estados más pobres y con mayor amor propio de México.
Una fuente en San Cristóbal de las Casas. / JEREMY WOODHOUSE
9.00 Maraña de culturas
La única manera de empezar el día en San Cristóbal es degustando su café. La bebida, que empezó a cultivarse en esta zona durante el siglo XVIII, cuando los colonos arrasaron los bosques locales para sembrar ese grano proveniente de Arabia tan apreciado en Europa, es ahora la insignia de los agricultores locales. Decenas de establecimientos se concentran en las vías aledañas al Zócalo (1), el corazón urbano lleno de turistas y vendedores ambulantes. Ahí, los chiapanecos preparan el café a la olla, con canela y azúcar, y se toma sin leche. Aunque no es difícil encontrar un capuchino exquisito o un auténtico espresso acompañado de un cruasán de mantequilla para después echar un vistazo a la catedral (2). Antes de que el sol empiece a machacar, vale la pena observar a vista de pájaro cómo la ciudad se despereza desde el Cerrillo (3), en el extremo occidental de la ciudad. Al bajar, y para entender quién es quién en San Cristóbal, se puede visitar el Museo de Sergio Castro (4), un curandero que regenta su propia colección de trajes regionales. Castro ha consagrado su vida a estudiar la medicina tradicional indígena y la aplica a sus pacientes de forma gratuita. Su exposición de vestidos y objetos y su sintética explicación sobre usos y costumbres se agradecen en esta maraña de culturas.
11.00 Sin malas ‘vibras’
Se puede llegar al pueblo de San Juan Chamula (5) en 20 minutos en taxi por pocos pesos, pero el viaje en colectivo (pequeños autobuses) agolpado entre los lugareños es aún más barato y mucho más divertido: mujeres con faldas de lana de oveja, gallinas con las patas atadas recién compradas en el mercado, hombres con sombrero de felpa y paquetes de todos los tamaños entrando y saliendo. Esta comunidad indígena es un municipio conservador que tiene su propio sistema de gobierno y sus propias brigadas policiales locales desde hace casi quinientos años. Su iglesia, que venera a san Juan Bautista, es el mejor ejemplo de la convivencia entre la cultura hispánica y los ritos precolombinos (un sincretismo que asombra a los visitantes). Los curanderos oran y entregan ofrendas para acabar con las enfermedades. En lugar de bancos, un lecho de agujas de pino se extiende por toda la nave y limpia el templo de malas vibraciones. Los mayordomos de los 41 santos que guardan en la iglesia lo renuevan cada tres días. Los curanderos rezan en tzotzil y tzeltal, las dos lenguas mayas más habladas en la zona, y frotan a los enfermos con una bebida tradicional de caña y maíz llamada posh, y con pollos, para purificarlos. Las velas "detienen el daño del alma y liberan el espíritu del enfermo", y el humo del incienso "es la comida de Dios". Hay celebraciones especiales al son del acordeón, las guitarras, los tambores y las maracas el día de San Sebastián, en enero; durante el Carnaval, en Semana Santa, y también ahora en junio por San Juan Bautista.
Iglesia de San Juan Chamula, famosa por los rituales sincréticos que se realizan en ella. / GETTY
14.00 Un banquete de mole
De vuelta en San Cristóbal, a un paso de la parada de los colectivos, en la calle de Honduras se encuentra el mercado 6. Además de pirámides de mangos, aguacates y tomates, sacos de frijoles y puestos que venden desde canicas hasta linternas, pasando por peines y capazos, este lugar es uno de los mejores para comer. O por lo menos de los más auténticos (ojo los estómagos delicados). Es el lugar de la abundancia: tacos, quesadillas, tamales, licuados, aguas de sabores, platos de cuchara y recetas de todo México, incluido el sabroso mole oaxaqueño. El templo de Santo Domingo (7), la joya barroca de la ciudad, es el mejor postre. Su fachada es una de las más recargadas de la arquitectura colonial mexicana y rebosa de referencias a las creencias ancestrales, como sus figuras de ángeles indígenas. Probablemente los propios indios fueron los que construyeron el templo. El museo instalado en el antiguo claustro de Santo Domingo explica la historia de la ciudad de San Cristóbal —fundada en 1528 por Diego de Mazariegos y rebautizada en honor a san Bartolomé de las Casas, el dominico que evangelizó a los indígenas— y expone reliquias rescatadas de los templos mayas devorados por la jungla en los alrededores de la ciudad. El santuario está asediado por el Mercado de las Artesanías (8), una buena opción para escarbar entre tejidos, ámbar y cuero en busca de un recuerdo.
18.00 Palco al atardecer
En San Cristóbal, dicen los autóctonos, no hay nada que hacer salvo vivirla. Solo caminar sin rumbo asegura llegar al centro de su vida cotidiana, a lugares como la plaza del Cerrillo (9), una explanada perezosa donde los vecinos cumplen con sus obligaciones sin presionar al reloj. De forma inevitable, cualquier paseo improvisado acabará desembocando en el Andador de Guadalupe (10). Al final de esta calle comercial, colmada de tiendas, cafés y restaurantes con especialidades de todo el mundo, aparece omnipresente la iglesia de Guadalupe (11). Un lienzo de la Virgen domina el altar arropado por un marco de neones amarillo y verde. La cima del cerro es el balcón desde donde ver cómo el naranja del atardecer se apodera de los tejados y las montañas.
21.00 Bailes con agave
Al caer la noche, el bullicio se convierte en una fiesta continua. La música en vivo para todos los paladares acompaña cenas y copas. Las parejas ciñen sus caderas a golpe de salsa, reggae o electrónica. Y aunque no es la bebida tradicional de Chiapas, las mezcalerías despachan litros de licor de agave y los bebedores compiten por acabarse la botella. La norma dice que quien se tome el último trago debe tragarse el gusano que da a la bebida su sabor dulce y ahumado. Y vaso a vaso, todos se diluyen en la euforia que los trajo hasta aquí.Fuente; EL PAÍS
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