lunes, 9 de noviembre de 2015
Mariguana: El futuro se viste de verde
PROCESO La Suprema Corte de Justicia de la Nación otorgó cuatro amparos para que igual número de ciudadanos puedan sembrar mariguana y fumarla con fines recreativos. Esa decisión, acotada como es, significa un cambio cualitativo de gran calado en un país transido por una guerra antinarco que ha provocado decenas de miles de muertos y ha vuelto más brutales a los cárteles y al Estado. El fallo del máximo tribunal es, también, el resultado de una lucha que se ha prolongado por más de tres décadas y que, pese al discurso oficial, ha sido lúcida y pacífica, y ha sabido denunciar la hipocresía de un sistema que combate la libertad con el pretexto de luchar contra las adicciones.
El pasado del pasón
“Los mejores placeres suelen ser verdes”, terminaba El Manifiesto Pacheco que Juan Pablo García Vallejo escribió en 1985. El texto que él mismo imprimía y repartía en toda convención para discutir la legalización de la mariguana, empezaba justo con una declaración de principios –“No hay peor mariguana que la que no se fuma”– y continuaba con una tesis: “El uso de la hierba debe ser un acto de libre conciencia”. Por todo el país este Manifiesto fue leído y comentado durante tres décadas en una mezcla de chacoteo y suspiros por un futuro jamás vislumbrable: que la mota se fugara de los dos mercados, el ilegal-mafioso y el legal-estatizado. Que fuera un bien gratuito.
Eran los años en que “conectar” requería de plantarse entre las columnas de una plaza comercial medio derruida en espera de que llegara hasta ahí un dealer, necesariamente un cuarentón con colita de caballo que te entregaba un ladrillo de pasto envuelto en periódicos. Tras un viaje nervioso por estar cometiendo un delito, se procedía a descubrir que la mitad de la briqueta verdosa contenía ramas, semillas y, a veces, papel de baño. En los años en que el Manifiesto circuló de mano en mano, de humo en humo, se construyó un discurso que validaba la legalidad de este peculiar uso del cáñamo: se recurrió a los indígenas que se fumaban los textiles en la Nueva España; al sabio José Antonio Alzate, que en 1772 –Memoria sobre el uso que hacen los indios de los pipiltzintzintlis– alababa el efecto tranquilizador de la hierba y sus usos contra el dolor muscular y de muelas; al otro himno nacional, “La cucaracha ya no puede caminar / porque le falta / porque no tiene / mariguana que fumar”; a los dos meses de 1937 en que el general Lázaro Cárdenas la despenalizó; a los años sesenta del hipitequismo y el rock de la cárcel del escritor José Agustín, capturado por el entonces policía de caminos Arturo El Negro Durazo, y preso en Lecumberri por traer 100 gramos desde Acapulco; y, en fin, a todo un discurso en el juego de las percepciones no sólo era una elección individual sino que implicaba ir en contra de la lógica de lo que los sesenta nombraron “complejo militar-industrial”. En contra de su uso abonaban los estereotipos del pacheco asociado a los soldados, al delito, la vagancia, y cuyos efectos no eran sólo personales sino colectivos: degeneraban la raza, producían impotencia, esquizofrenia, crímenes de espíritus fuera de control y de la película muda El puño de hierro (1920) –“El fatal uso de las drogas arrastra al Abismo y el Amor vence al Vicio”– al panfleto anónimo de El Móndrigo (1969) –en el que los líderes del movimiento estudiantil de 1968 promueven el consumo que provoca, por descontrol, conductas antisociales–, los peligros son la desestabilización familiar y política. A la mariguana se le ve como “puerta” para drogas más fuertes, una adicción y una enfermedad, y se clama por “la prevención” y “el tratamiento”. Las estadísticas, sin embargo, están del lado de los pachecos: cero muertes por consumo, 90% de los usuarios no desarrolla adicción y, bueno, en medio siglo de atizarle macizo, la esquizofrenia nunca aumentó del 1% de la población mundial.
Es hasta 2001 que el Manifiesto pasa a la manifestación. Con una convocatoria de boca en boca –de churro en churro–, la Alameda de la Ciudad de México congrega a más de 2 mil chavos que reivindican la libertad individual de “ponerse” y señalan en carteles hechos a mano el núcleo libertario de la elección personal: “No queremos que nos protejan de nosotros mismos”. Convocada por la Asociación Mexicana de Estudios de la Cannabis, dirigida por Leopoldo Rivera, Ricardo Sala, Jorge Hernández Tinajero y Julio Zenil, el acto de libertad es encender toques en la vía pública. Se reta así la decisión de la autoridad: “No somos adictos, somos usuarios”. Julio Zenil, que está asociado a una tienda de ropa de cáñamo en la colonia Condesa, es masacrado por un reportaje en TVAzteca: se le prende fuego a camisas y vestidos para demostrar que intoxican a los clientes. Pero del otro lado, la audiencia crece: a los chavos marginales de las primeras reuniones “hornazadas” ahora se les une la clase media sofisticada. En 2005 y 2006 la cita es ya en la “artística” calle de Ámsterdam. El reclamo va de labios en labios de modelos, actores, locutores chic, cineastas, instaladores, diseñadores, encargados de marketing en empresas sonadas. Al estereotipo del mariguano marginal se le combate con ropa de boutique y anteojos oscuros Ray Ban para no balconear “la gafa”. El gobierno de la Ciudad de México envía a la policía contra los manifestantes “SoHo” con una sola orden: si traspasan la extensión circular de la calle de Ámsterdam, serán acusados de posesión y, como los toques rolan, también de narcotráfico y “transmisión”. Se retira la audiencia sólo para plagar la demanda de productos orgánicos en días de campo en camellones, parques y al pie de algunas fuentes.
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