martes, 4 de noviembre de 2014
Tragedia
Seguramente, el alcalde de Iguala estaba convencido de que la matanza de estudiantes quedaría impune, como de costumbre
ALMUDENA GRANDES .
Cuando una situación se deteriora poco a poco sin que nadie asuma responsabilidades, los acontecimientos pueden desembocar en una tragedia de forma aparentemente casual. Mientras cada responsable se defiende alegando que sus enemigos son más culpables que él, y que no va a asumir las culpas de todos, da un nuevo paso hacia la raya roja que preserva el nivel mínimo de la convivencia democrática. Podría estar hablando de España, pero escribo estas líneas desde un México herido por la trágica desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa. En un país donde los narcos asesinan a miles de personas cada año, la desaparición de 43 jóvenes podría parecer poca cosa. Pero los crímenes del narco, que siguen reglas propias y odiosas —reglas que no cambiarán mientras las drogas sigan siendo ilegales para que se enriquezcan los canallas de este mundo—, no tienen nada que ver con esto. Lo que ha pasado aquí es que un alcalde elegido democráticamente en una lista de izquierdas descolgó el teléfono para encargar a unos sicarios que le quitasen de en medio a unos opositores que le molestaban, un grupo de estudiantes de Magisterio que planeaban presentarse en un mitin de su esposa, candidata a sucederle en el cargo, para interrumpirlo con sus protestas. Esto es lo que pasa cuando se tolera la delincuencia, cuando esa tolerancia se formula en términos de rentabilidad electoral, cuando quienes podrían denunciar las conexiones entre el poder y los delincuentes miran hacia otro lado y dicen que no saben nada. Seguramente, el alcalde de Iguala no pretendía cruzar la raya roja que separa los Estados de derecho de los Estados fallidos, porque estaba convencido de que sus actos quedarían impunes, como de costumbre. Pero los sicarios siempre cumplen sus encargos. Las únicas rayas que ellos conocen son las de coca.EL PAÍS.
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