martes, 11 de marzo de 2014
11-M: Una matanza que ordenó la cúpula de Al Qaeda, algo más que un atentado
La venganza por las acciones policiales, la guerra de Iraq y la conexión entre islamistas y narcos, factores clave del 11-M
Al mediodía del mismo día 11, la tesis de Al Qaeda tiene toda la atención policial | Seguimientos: El líder de la célula estuvo controlado por la policía hasta tres días antes | A once días de la matanza: Un control policial intercepta el convoy de la dinamita pero no la descubre
Se cumplen diez años del cuádruple atentado de Madrid, el más mortífero cometido en Europa, si dejamos de lado la explosión de un avión sobre Lockerbie (Escocia) en 1988. 191 personas murieron y 1.857 fueron heridas, en una matanza indiscriminada contra convoyes de cercanías en hora punta. La polémica por la autoría, de la que el gobierno del PP acusó desde el primer momento a ETA cuando todos los indicios apuntaban a Al Qaeda, contaminó inmediatamente la tragedia. La actuación policial y judicial desenredó muy pronto la complejísima madeja de implicados -con certeza, 28-, aunque, diez años después, persiste alguna incógnita. Sobre todo, la identidad de algunas huellas digitales aparecidas en los escenarios de trabajo preparatorio del comando que nunca han tenido dueño.
Un día que no se olvida
Son las 7.55 de la mañana del día 11 de marzo del 2004. Suena el teléfono móvil. Es Dagoberto Escorcia, jefe de deportes de La Vanguardia. ¿A estas horas? "Acabo de escuchar en la radio que ha habido un atentado en un tren en Atocha, hay muertos". Desde Lavapiés, unos ocho o diez minutos a media carrera. Tres meses antes, ETA ha puesto rudimentarios artefactos en la línea Irún-Madrid, que no llegan a estallar, con una grabación de aviso a los pasajeros que no llega a sonar. Lo primero que piensa cualquiera es que esta vez lo han conseguido.
Son las 8.15 y la policía impide sin atender a razones entrar en la estación de Atocha. Sale humo. Es muy diferente el ruido que hace una ambulancia del que hacen veinte; convierten en bélico el sonido de asistencia.
En la radio tratan de ordenar el caos. Los trenes atacados son cuatro. Los primeros recuentos hablan de media docena de muertos por convoy. 4x6=24. Si esta cifra ha de ser la de víctimas, a estas horas ya es la más sanguinaria de ETA. En Hipercor, en 1987, fueron 21. No hace una hora del atentado y su crueldad es inédita hasta para un país con cuarenta años de experiencia.
Han explotado diez bombas, de las trece que sabremos que fueron colocadas. Una altísima eficacia, impropia de aquella ETA que ve cómo sus jefes militares caen uno detrás de otro.
Otro de los trenes ha estallado medio kilómetro antes de entrar en Atocha. Con toda seguridad será un lugar más accesible. En la calle paralela a las vías, la cifra de ambulancias, alineadas, es la primera imagen de la brutalidad de lo que está ocurriendo: 48 vehículos en fila y en silencio, las bombillas naranja rodando. La segunda, un joven con un hilo de sangre saliendo de la oreja, sin bolsa, sin chaqueta, sin carpeta, que nunca tendrá nombre.
-¿Qué ha pasado?
-No lo sé, el tren ha explotado.
Y, fuera de rol, más allá del periodismo:
-¿Necesitas algo?
Pero el chico ya corre.
En aquel tren, el escenario es lo peor que el personal sanitario o policial (y desde luego, periodístico) haya podido contemplar jamás: vagones despanzurrados, convertidos en un caos de objetos y, en cuanto se fija la vista, cuerpos, y trozos. ¿ETA?
Entre los vagones y la tapia que limita la zona ferroviaria empiezan a colocarse hileras de cuerpos, cubiertos con mantas negras.
Pronto la policía obliga a la prensa a desalojar la zona, porque se localiza otra bomba, que los Tedax hacen estallar de forma controlada. El ruido es brutal. En otro tren ocurrirá lo mismo.
La prensa busca ángulo para observar los trenes. Accede a una azotea sobre las vías. La hilera negra va creciendo. Desbordados por las circunstancias, los equipos sanitarios han montado un hospital de campaña en el pabellón Daóiz y Velarde.
Una docena de personas están sentadas o tumbadas sobre el caucho, tapadas con mantas térmicas. Un enfermero presiona rítmicamente el pecho de un hombre. Un minuto después, una manta lo cubre por completo.
El líder de Batasuna, Arnaldo Otegi, se desmarca de la matanza; algo inédito también con relación a una acción de ETA. El ministro del Interior, Ángel Acebes, le atribuye la autoría, y así lo intentará mantener, en acción conjunta de todo el gobierno del PP -embajadores incluidos-, hasta que tres días después se celebren las elecciones: la ceremonia de la confusión ha empezado, pero 72 horas son demasiadas como para que las pesquisas de la policía -desde el principio dirigidas al islamismo radical- no acaben trascendiendo.
Junto a las vías, la magnitud reclama otra autoría, desde luego.
Porque aparte de que lo que la acción en sí misma explica (en día 11, como en el 2001 en Estados Unidos, y en cuatro trenes, como allí cuatro aviones, y, rizando la cabalística, y como enseguida correrá, 911 días después), la policía piensa desde el inicio que aquella barbarie no puede haber sido cometida por una banda en fase casi terminal, que carece de la docena de personas que como mínimo se requieren para tal acción, y no sólo lo piensa sino que los primeros datos empiezan a cuajar en esa línea a mediodía del día 11, cuando aparece la furgoneta en la que el comando ha transportado las bombas. Es una Renault robada, repleta de indicios que en pocas horas serán evidencias. Una cinta con cánticos en árabe y, sobre todo, detonadores de explosivo y envoltorios de dinamita goma 2 ECO, robada en Asturias. ETA suele utilizar titadyne, no goma 2. El dato es vital, porque la tecnología de unos artefactos y otros es distinta.
A media mañana, este diario contacta con una comisaria de la Policía Nacional destacada en la Audiencia Nacional, que señala que, sin desdeñar nada, todas las fuerzas se están concentrando en la vía islamista; con los meses, la divergencia entre lo que ocupaba a la policía en las primeras horas y lo que comunicaba Acebes será pornográfico.
Pero ahora estamos a última hora de la mañana, el número de cadáveres supera los 150 y Madrid se ha ido quedando vacío, en otra imagen brutal de la jornada. Ni un atasco. El pavor.
Hoy, 3.650 días después, con los 28 tipos que probadamente perpetraron aquello en prisión, o inmolados en Leganés tres semanas después, o muertos en acciones de combate en Iraq o por la acción de un dron americano en Pakistán, buena parte de la opinión pública sigue concediendo un margen a la duda de la autoría. Es más apetitoso aferrarse a la sospecha que a la certeza.
Con los datos que tiene, y pese a una llamada a la dirección del diario por parte del presidente del gobierno, José María Aznar, subrayando que la primera opción de la policía es ETA, La Vanguardia es el primer diario, el día 12 de marzo, en señalar cómo el foco policial está realmente puesto en la autoría islamista.
A las 24 horas se descubre una bomba en una bolsa de mano, confundida entre las de los pasajeros, que será la clave de la eficaz actuación judicial y policial de las semanas siguientes.
Con el móvil y la tarjeta SIM de la bomba desactivada se llega a un locutorio de Lavapiés regentado por el marroquí Jamal Zougam, viejo conocido de las fuerzas antiterroristas por su relación al menos de amistad con algunos yihadistas. Zougam y los dos hombres que trabajan con él son detenidos la víspera de las elecciones, lo que retrata el discurso de Acebes hasta entonces. Madrid explota, ahora en manifestaciones exigiendo la verdad; 191 personas han muerto y 1.857 están heridas.
Las semanas siguientes son el vértigo. Aparte de la derrota electoral del PP y la nueva presidencia de Rodríguez Zapatero, las detenciones de una decena de personas del entorno de Zougam se mezclan con el descubrimiento, con bastante velocidad y precisión -como se verá-, de quién ha estado en el núcleo operativo del comando. La investigación judicial -que este diario fue desgranando en su día- ocupará 100.000 folios. Hay que retener dos nombres: Jamal Ahmidan, alias El Chino, y Serhane Ben Abdelmajid Farjet, alias El Tunecino.
Veintidós días después, el 2 de abril, el comando intenta volar un AVE Madrid-Sevilla. El artefacto (del mismo explosivo) ha sido colocado bajo las vías, pero no explota. El último AVE en pasar por encima llevaba 300 personas.
Un día después, y a partir del teléfono de otro viejo conocido de las fuerzas antiterroristas Said Berraj (que desaparece de Madrid pocos días antes del 11-M y que morirá en Iraq dos años después), el cruce de cientos de números de teléfono (gracias a un nuevo programa de rastreo mediante el cruce de posiciones de las antenas de telefonía) da resultados, y la policía descubre el piso recién alquilado por un grupo de magrebíes. Ahmidan y Ben Abdelmajid están dentro, junto a cinco hombres más.
Los GEO rodean el piso, que estallará con una potente bomba, matando al agente Francisco Javier Torronteras. Antes de inmolarse, varios de los terroristas llaman a sus familias para despedirse. Los relatos, impregnados de culpa y odio a partes similares, son sobrecogedores. La reconstrucción de los restos humanos dura semanas, y determina que en el piso mueren siete hombres. Uno de ellos trata de salvarse protegiéndose con un colchón.
Entre los inmolados sabremos que está Allekema Lamari, un argelino preso en España entre 1997 y el 2002 por pertenencia al Grupo Islámico Armado (GIA) y ansioso por vengarse de su cautiverio. También sabremos que el comando tenía amplias y kilométricas conexiones cibernéticas, de las que obtuvieron doctrina y, según las últimas investigaciones, órdenes de Al Qaeda.
La célula del 11-M, según la tesis de Fernando Reinares, investigador del Real Instituto Elcano que acaba de publicar ¡Matadlos! (Galaxia Gutemberg), una minuciosa investigación sobre el atentado, nace de hecho de los restos del primer grupo que se desarticula en Madrid justo después del 11- S.
Uno de sus integrantes, el marroquí Amer Azizi, es el único que escapa, porque está en ese momento en Afganistán. Desde fines de los noventa, un grupo en el que está este hombre se ha ido radicalizando y se ha desgajado de la gran mezquita de la M-30 de Madrid. En este grupo está Ben Abdelmajid, llegado desde Túnez en 1994 para estudiar un doctorado en Económicas. Tras acabársele la beca entra en esos círculos, con un papel secundario.
Pero todos cuantos tiene por delante van cayendo detenidos por su relación con Al Qaeda entre el 2001 y el 2003 y, con Azizi en Afganistán o Pakistán, asume el liderazgo; Azizi es quien espolea el 11-M. Lo hace por tres factores: ansia de venganza, intervención de España en la guerra de Iraq y conexión entre Ben Abdelmajid y el g rupo de narcos de Ahmidan. Reinares ha averiguado ahora que Azizi estuvo en Madrid en diciembre del 200 3 para transmitir las últimas órdenes, lo que por otra parte –con el riesgo que suponía que viajara a Europa, donde estaba en busca y captura– desvelaría la importancia que Al Qaeda daba al acción. Con tal cantidad de personas implicadas, en gran parte bajo seguimientos policiales, es sobrecogedor comprobar cómo la realización del atentado se produce sólo después de una concatenación de desidias.
Por ejemplo, que la información que la Audiencia Nacional había solicitado a Turquía sobre Said Berraj – y que alertaba de su importancia – llega a Madrid ... el 10 de marzo. O que Ben Abdelmajid estaba bajo seguimiento del juez Garzón desde meses antes, y sus seguimientos, según comprobó y publicó este diario en su día, se prolongan hasta el día 8. Oq ue el día 5, una vecina de la finca de Morata de Tajuña donde se es tán montando las bombas, alertada por una extraña concentración de magrebíes, llama a la Guardia Civil.
La finca es propiedad de un islamista por entonces ya detenido y allí se identifican varios coches , pero todo acaba en un breve informe intrascendente; uno de los vehículos es de la suegra de Ahmidan, a quien conocen las fuerzas antinarcotráfico, pero no las antiterroristas. Y aún un poco antes, el 29 de febrero, Ahmidan es detenido en el viaje en el que transportan 200 kilos de dinamita. Su coche, que precede al que lleva el explosivo, es robado, no lleva toda la documentación en regla ni ha pasado la ITV. Además, el pasaporte que muestra es falso y paga la triple multa en grandes billetes en efectivo. Nada de eso levanta sospechas, y los agentes le dejan seguir. Los 200 kilos de dinamita llegan a Morata. Faltan sólo 11 días.
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